ORACIÓN CADA DÍA

Oración por la Paz
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración por la Paz
Lunes 18 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 19,16-22

En esto se le acercó uno y le dijo: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?» El le dijo: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.» «¿Cuáles?» - le dice él. Y Jesús dijo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Dícele el joven: «Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?» Jesús le dijo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme.» Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La pregunta sobre cómo alcanzar la vida eterna es la pregunta que nos hacemos todos nosotros, mayoritariamente hijos de un mundo rico, o como mínimo, muy apegados a nuestras cosas. Jesús, como si quisiera evitar todo equívoco, dice que solo Dios es bueno, no nosotros. Tal vez quiere ayudarle a entender que ha encontrado realmente al único bueno y que todo lo bueno viene de Dios. Aquel joven contesta diciendo que nunca ha dejado de observar los mandamientos. Quizás siente una cierta inquietud, pero no sabe salir de las reglas. Comprende que las reglas no son suficientes, tal vez busca otras reglas o quiere solo tranquilizar su conciencia. En realidad la vida eterna no la podemos obtener con nuestros méritos porque no es algo que se compre o a lo que se tenga derecho. La vida eterna es elegir a Jesús por encima de cualquier otra cosa, por encima incluso de uno mismo y de las riquezas que uno tiene. Jesús no replica añadiendo un undécimo mandamiento; solo dice: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego sígueme". Es la propuesta de un ideal elevado: "Si quieres ser perfecto". No es un consejo reservado a algunos, a los mejores o a los más valientes. La escuela del Señor no es selectiva. La perfección es para todos y está al alcance de cada uno de nosotros porque se alcanza por el corazón. El corazón es perfecto cuando ama y deja que lo amen. Solo el amor puede permitir una decisión tan radical, la misma del mercader que encuentra una perla o de aquel que encuentra un tesoro escondido en un campo y rebosante de alegría vende todo lo que tiene para comprar aquel campo. El hombre perfecto y la mujer perfecta no son aquellos que no se equivocan. Si pensamos así terminamos siendo hipócritas como los fariseos. El creyente perfecto es el que ama como un niño, el que confía y deja que le amen, como uno de los pequeños a los que abrazaba Jesús. El creyente perfecto es aquel que intenta amar como sabe y con todo su ser. Si alguien ama a Dios por encima de todas las cosas, es lógico que reparta sus riquezas entre los pobres. San Francisco es el ejemplo de un hombre perfecto, joven rico que no se avergüenza de devolvérselo todo a su padre para amar al Padre del cielo y para poseerlo todo porque es pobre de todo. El reino empieza en su alegría, en aquella leticia franciscana que es fruto de un amor pleno por el Señor y, por tanto, por los hermanos y los pobres.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.