ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 26 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 23,23-26

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del aneto y del comino, y descuidáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe! Esto es lo que había que practicar, aunque sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello! «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro están llenos de rapiña e intemperancia! ¡Fariseo ciego, purifica primero por dentro la copa, para que también por fuera quede pura!

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje del Evangelio continúa la invectiva de Jesús contra los escribas y los fariseos, de la que ya oímos la primera parte los días anteriores. Esta cuarta "invectiva" se centra en la inversión de valores. Jesús estigmatiza la hipocresía de pagar el diezmo destinado al mantenimiento del templo mientras se descuida la práctica de las cosas más importantes, es decir, la aplicación de la justicia, de la misericordia y la práctica de la fe. En el pasado la obligación de pagar se aplicaba solo a los tres productos más importantes de la tierra: el trigo, el vino y el aceite, así como sobre los primogénitos del ganado (Dt 14,22ss). Pero los fariseos, con su obsesión puntillosa por los preceptos, lo habían extendido también a los productos más insignificantes. Pues bien, Jesús estigmatiza su obsesión puntillosa, su atención por las minucias mientras que dejan de lado las prescripciones fundamentales, como, precisamente, la justicia, que es el respeto de la dignidad de toda persona; la misericordia, que es el amor por todos y especialmente por los más pobres; la fe, que es confiar la vida a Dios. No se puede "colar el mosquito y tragarse el camello", dice Jesús. ¡Cuántas veces también nosotros nos preocupamos por cosas menores y en cambio nos tragamos camellos! Es necesario tener una mayor interioridad y una vida espiritual más fuerte. Hay aquí un reproche más al comportamiento de los fariseos. Estos invierten la indispensable relación entre el corazón y las obras, entre el interior y el exterior. Los creyentes no pueden vivir de manera separada, es decir, comportarse correctamente en algunas prácticas exteriores y tener el corazón putrefacto. Trasluce aquí la acusación que hace Jesús a aquellos que se comportan de ese modo, la acusación de ser sepulcros blanqueados. La vida brota del corazón del hombre. Toda la vida depende de cómo es el corazón. Del corazón –repite varias veces Jesús en los evangelios– salen los pensamientos y las actitudes del hombre. Si el amor moldea el corazón brotarán de este gestos de amor. Si, por el contrario, residen en el corazón la envidia, el rencor, el odio, el orgullo y el amor solo por uno mismo, no tardarán en llegar los frutos amargos y malos para uno mismo y para los demás. El creyente está llamado a hacer crecer en su interior al hombre, a la mujer interior. Y eso sucede cultivando la oración, escuchando con atención y con frecuencia las Escrituras, practicando el amor hacia los más débiles. No se trata de olvidar las leyes y las costumbres. Lo que nos pide Jesús es que nuestro punto de partida sea un corazón en el que reside el amor de Dios. En el corazón se elige el camino del bien o el del mal.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.