ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 2 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 4,31-37

Bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo, y se puso a gritar a grandes voces: «¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios.» Jesús entonces le conminó diciendo: «Cállate, y sal de él.» Y el demonio, arrojándole en medio, salió de él sin hacerle ningún daño. Quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros: «¡Qué palabra ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen.» Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús, tras ser expulsado de Nazaret, decide ir a Cafarnaún, una pequeña ciudad muy viva que se convierte en “su ciudad”. Y precisamente allí, en la ciudad, reanuda Jesús su predicación. Lucas nos lo presenta mientras está enseñando. En un momento dado, un hombre poseído por un espíritu inmundo empezó a gritar: "¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret?". Jesús ordenó al espíritu inmundo que abandonara a aquel hombre y lo abandonó al instante. Todos, escribe Lucas, quedaron pasmados y se preguntaban quién era aquel hombre que hablaba con esa autoridad y que expulsaba a espíritus inmundos. Nosotros no sabemos exactamente qué quería decir la narración evangélica cuando hablaba de estos espíritus; sea como sea, eran capaces de entrar en la vida del hombre hasta perturbar sus funciones físicas y psíquicas. Pero si pensamos en las distorsiones, en las angustias que muchas veces se producen en nuestras ciudades, creo que no estamos muy lejos de comprender este pasaje evangélico. Los espíritus inmundos de los que habla el Evangelio no son espíritus extraños, ignotos; los conocemos bien y tal vez están un poco presentes también en cada uno de nosotros. Se trata del espíritu de indiferencia, de maledicencia, de amor solo por uno mismo, de miedo a ser dejado de lado, de miedo a no ser relevantes afectivamente para alguien; del espíritu de abusar de los demás; del espíritu de desconfianza que nos lleva a la angustia y a la violencia; del espíritu de egoísmo que nos impulsa a continuar nuestro camino evitando que los demás nos molesten; del espíritu de odio y de venganza, ya sea grande o pequeña. ¡Y cuántos otros espíritus “inmundos” nos acompañan y echan a perder nuestra vida y las relaciones con los demás, dejándonos a menudo más solos y más tristes! Por desgracia muy a menudo no vamos más allá de un análisis psicológico pensando que un tratamiento concreto o determinados fármacos pueden procurar alivio y curación. No cabe duda de que hay que tener en gran consideración el desarrollo de las ciencias humanas también en el campo de la mente. Pero hay una cuestión de fondo: la presencia del mal en la vida de los hombres requiere la conversión del corazón. Es del corazón, de donde hay que alejar todo mal y de donde hay que expulsar los espíritus malignos. Si nos preguntamos cómo echar a estos espíritus inmundos, no basta simplemente con algún fármaco o alguna terapia. Es necesario el amor sin límites de Dios, ante el que nadie se puede resistir. Jesús da a los discípulos aquel poder extraordinario del amor al que obedecen incluso los espíritus inmundos. Esa es la autoridad que Jesús ejercía con todos y que también dio a sus discípulos para que la ejercieran a lo largo de los siglos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.