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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 7 de septiembre

Homilía

"La caridad es la ley en su plenitud", escribe Pablo a los Romanos. Es una afirmación que va mucho más allá de la lógica legalista que los fariseos habían impuesto a la gente. El apóstol, sintetizando la doctrina evangélica, invita a alejarse de una actitud moralista rígida y estrecha para asumir perspectivas más amplias y más gozosas. Y san Agustín, vinculando este pensamiento paulino con la libertad cristiana, escribió la conocida frase: "Ama y haz lo que quieras". Pero, atención, esta afirmación sobre la plena libertad del cristiano no significa que no haya obligaciones. Pablo, efectivamente, añade de inmediato: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor”. Los cristianos, pues, tienen una deuda, la única deuda: el amor mutuo. Los cristianos, libres de cualquier otro lazo, tienen esta obligación vinculante. En otras palabras se podría decir que el prójimo tiene un derecho sobre cada uno de nosotros, el derecho al amor, el derecho a ser amado. Esta firme afirmación de Pablo choca con nuestra terca mentalidad egoísta.
La liturgia de este domingo nos coge a muchos en el momento de reanudar la vida ordinaria tras una pausa de descanso veraniego. Nos sumergimos nuevamente en nuestros itinerarios personales, dispuestos a apasionarnos por nuestros proyectos y nuestras perspectivas. ¿Y el prójimo? ¿Y la deuda de amor que tenemos con los demás, dónde la hemos puesto? A menudo nos contentamos con pensar que no tenemos sentimientos de fuerte hostilidad hacia los demás. Pero eso significa básicamente que nuestra vida corre paralela a la vida de quien tenemos cerca, cuando no contra ella, como a menudo hemos visto respecto a los más débiles, especialmente si no son de los nuestros. Por una parte parece que crece en nuestra sociedad el sentimiento de respeto hacia el otro, pero por la otra crecen también la distancia, la indiferencia y la violencia. Existen maneras desagradables de interesarse por los demás, como la crítica hecha a las espaldas, la maledicencia, la maldad, etcétera. Tanto es así, que el respeto ya es a veces una conquista. Pero el Evangelio dice que ese respeto no basta, porque existe el derecho del otro a nuestro amor. Esta afirmación, una de las más claras del Evangelio, echa por los suelos claramente nuestras perspectivas solitarias y nuestros destinos paralelos.
El Evangelio de Mateo (18,15-20), que hemos escuchado este domingo, nos recuerda las palabras de Jesús sobre la corrección y el perdón fraterno, que están en la misma línea del amor por el prójimo. Existe una manera de no decir las cosas que no es respeto, sino indiferencia; y un modo de decirlas que, por el contrario, es sincero interés e imperiosa responsabilidad hacia los demás. Todo creyente tiene el deber de corregir a su hermano cuando se equivoca, del mismo modo que todos tienen el derecho de ser perdonados. Por desgracia vivimos en una sociedad que es cada vez más extraña al perdón, precisamente porque no conoce la deuda del amor. En este domingo la palabra de Dios nos interroga profundamente. En un mundo cada vez más interdependiente y al mismo tiempo competitivo hay que aprender que para ser realmente libre y para construir una sociedad realmente civilizada, tenemos que hacernos nuevamente esclavos del amor unos por otros. La utopía del respeto integral de los derechos de cada hombre y cada mujer pasa porque todos asumamos un único e imprescindible deber: respetar el derecho del otro a ser amado. Este derecho enlaza con la consecución de una convivencia humana plenamente libre de amenazas externas e internas.
La imagen perfecta de esta convivencia la encontramos en la unidad de los discípulos que rezan juntos: "Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos". Estas palabras también manifiestan un fuerte compromiso. El acuerdo de los discípulos para pedir alguna cosa, sea cual sea, vincula a Dios mismo a concederla. Dios da a los hombres unidos en una única voluntad un poder inmenso. Y si no es así debemos cuestionar nuestra manera de rezar, tal vez viciada en su raíz por individualismos e indiferencias paralelas. La misma liturgia dominical a veces se percibe de manera individualista: cada uno viene aquí por su cuenta y por su interés. La Santa Liturgia, en cambio, es el momento privilegiado para construir la unidad y la armonía cuando rezamos y pedimos. Si nuestra oración no parece obtener respuesta es porque no nos hemos cuestionado suficientemente sobre nuestro prójimo, sobre los necesitados, sobre los que esperan que alguien se acuerde de ellos. También el milagro de la paz depende de ese acuerdo en la oración.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.