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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XXIV del tiempo ordinario
Fiesta de la exaltación de la Cruz, en recuerdo del hallazgo de la cruz de Jesús por parte de santa Helena.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 14 de septiembre

Homilía

Pedro le pregunta al Señor cuántas veces deberá perdonar al hermano que peca contra él. Indica una medida generosa: siete veces. Nosotros no sabemos perdonar ni una vez. Pedro decide hacerlo, pero hasta un cierto punto. Quiere un límite para poder aceptar más fácilmente el sacrificio del perdón. Sí, el perdón es incomprensible para nuestra justicia. Es injusto. ¿Quién puede merecer el perdón? Jesús no lo condiciona a nada: se perdona y basta. ¿Por qué hay que condonar las deudas? ¡Si hoy perdono a alguien otro pecará contra mí o contra los demás! ¿Qué garantías tengo? Haber sufrido un agravio nos hace sentir inmediatamente que tenemos el derecho de ser maestros y jueces de los demás, implacables defensores de la justicia. Perdonar parece una evidente debilidad, como si no fuéramos capaces de reaccionar o de recordar. Pensamos que nos hace vulnerables, hasta el punto de que el otro se puede aprovechar de ello. A veces perdonar puede parecer complicidad con el mal o, peor aún, indiferencia hacia las víctimas de la culpa, traicionar su dolor. Y terminamos sacrificando amistades y lazos, algunos muy profundos, para mantener la razón. "¿Peca él y yo tengo que perdonarlo? ¿Por qué?" En el perdón siempre hay algo injusto. Como el amor. Pero ¿qué es lo que cambia el corazón de los hombres y lo libera del mal? ¿El amor –sabio, inteligente, fuerte, apasionado, personal, no superficial, pobre de vida y de corazón– o la justicia? El perdón no borra el pasado, no es aparentar en el presente. Jesús no cierra los ojos ante nuestro pecado, como un hombre distraído o tan condescendiente que no se da cuenta de nada. Jesús reconoce el mal, lo rechaza y nos enseña a no aceptarlo para nuestra vida, incluso en las cosas pequeñas. Por eso perdona, incluso desde la cruz. Perdón no es dejarse embaucar por la lógica del mal, con sus resentimientos y sus cadenas interminables de una justicia que nunca tiene suficiente. Perdón es condonar la deuda, solo por piedad, no por cálculo. Perdón es caminar un kilómetro más con quien te obliga a caminar uno, para descubrir el motivo de su petición, para responder a su demanda de amor, para buscar la llave de su corazón y doblegar con dulzura su obstinación o su hostilidad. "Amad a vuestros enemigos." El perdón entrega el futuro a quien lo recibe y a quien lo da. Un futuro diferente de la enemistad, de la culpa, del pecado.
Jesús, para explicar su respuesta a un Pedro probablemente pasmado, habla de un rey que tenía varios siervos con los que debía pasar cuentas. Llega uno que tenía una deuda catastrófica: diez mil talentos. La cifra es simbólica (aproximadamente 100 mil millones de euros). Esta cifra indica la ilimitada confianza del rey, que confía tantos bienes a sus siervos. Pero pone de manifiesto el riesgo grave e irresponsable que había asumido aquel administrador, sabiendo que se trata de una deuda que no se puede saldar jamás. Y es igualmente irreal la petición del siervo de obtener una prórroga para saldar "toda" la deuda. El siervo que Jesús describe no es una excepción, es la norma. Todos somos disipadores de bienes no nuestros. La mayor parte de cuanto tenemos es fruto de la gracia, de los talentos que se nos han confiado, no de nuestros méritos o de nuestras capacidades. Todos somos deudores, como aquel siervo, y hemos acumulado ante el señor una deuda enorme. ¿Cómo? Ante todo pensando que somos señores de cuanto se nos ha confiado. También por la atracción adolescente y desconsiderada por el riesgo, que termina por no dar valor a nada. O bien por la embriaguez de la abundancia, que lleva solo a consumir las cosas como una droga, y nos convierte en súbditos del presente y de la lógica de nuestra satisfacción. Y podríamos continuar pensando en las miserables martingalas de cada uno, en los mil ajustes, en la insistencia por postergar siempre las cosas, en el correr siempre detrás de uno mismo. Jesús nos recuerda que somos todos deudores, que cada uno de nosotros ha acumulado una deuda enorme, no medible, hasta el punto de que solo la gracia, la magnanimidad, la compasión del señor lo puede curar. Si esta idea se hace personal y profunda, como le sucede a otro "deudor" del Evangelio como era el hijo pródigo que "entró en sí mismo", entonces se puede transmitir a otros la misericordia que se aplica, en un contagio contrario al de la violencia y el mal. Pero si, como sucede con este siervo que describe Jesús, quedamos rápidamente dominados por la misma mentalidad que permite acumular una deuda enorme, entonces miramos con dureza, con actitudes y exigencias implacables a los demás que piden algo. Nosotros, que nos defendemos rápidamente, sabemos que es muy fácil ser exigentes e inflexibles ante las peticiones de los demás. Aquel siervo olvida rápidamente. No es agradecido. Piensa que tiene derecho a todo y vive orgulloso. Y precisamente él, un embustero, la toma con los demás. No perdona. No hace a los demás lo que quiso que hicieran con él. Es exigente, inflexible con aquel otro siervo que le debía una minucia. Lo pone todo en manos de la justicia, que se revela despiadada. Como hacemos nosotros, que nunca damos confianza al otro. La queremos para nosotros, nos sentimos capaces de hacer algo imposible, pero pensamos que para los demás es diferente y nos convertimos en jueces severos e intransigentes. "Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden", enseña Jesús. Aquel siervo que eligió la justicia sin amor para los demás es juzgado del mismo modo.
¡Perdonemos de corazón! ¡Liberémonos de la cadena del resentimiento! Como Jesús. "Bendice, alma mía, al Señor, nunca olvides sus beneficios. Él, que tus culpas perdona, que cura todas tus dolencias, rescata tu vida de la fosa. Sabe bien que solo somos polvo. No nos trata según nuestros yerros, ni nos paga según nuestras culpas. Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros crímenes" (Sal 103). Porque la justicia de Dios es el amor. Dejémonos amar y aprendamos a ser misericordiosos. Así encontramos nuestra bienaventuranza y liberamos al mundo del mal.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.