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Domingo 5 de octubre

Homilía

Hace tres domingos que las Escrituras nos hablan de la viña. Cuando Jesús pronunciaba estos discursos, sus oyentes oían resonar en sus oídos los numerosos textos del Antiguo Testamento referidos a la viña del Señor. Les venía a la memoria la sugerente oración: “¡Oh Señor, vuélvete, desde los cielos mira y ve, visita a esta viña, cuídala, la cepa que plantó tu diestra!” (Sal 80). Sabían perfectamente que la viña era el pueblo del Señor, como había dicho Isaías: la "viña del Señor es la Casa de Israel". Y cada vez los textos destacan el atento cuidado de Dios; un cuidado lleno de atenciones, de premura, de preocupaciones, como los que puede tener un enamorado. En realidad se trata de un amor sin límites por parte del Señor. A veces los autores bíblicos, inspirándose en las serenatas de amor, aplican la misma escena al Señor que canta un canto de amor por su viña: "Voy a cantar a mi amigo la canción de su amor por su viña", escribe Isaías. Y el profeta continúa: "La cavó y despedregó, y la plantó de cepa exquisita. Edificó una torre en medio de ella, y además excavó en ella un lagar".
Podemos comparar también nuestras comunidades con esta viña de la que hablan las Sagradas Escrituras. El Señor nunca ha dejado de enviar sus siervos a cuidarlas, pero debemos reconocer que por desgracia a menudo crecen agraces. Es decir, han crecido la aspereza de nuestras acciones, la aridez de nuestro corazón, la avaricia de nuestros sentimientos, la dureza que mostramos a aquellos que el Señor nos envía. Creo que se puede aplicar también a nosotros el lamento del Señor sobre su viña que no produce frutos buenos: "¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho yo?". El Señor se lo pregunta como si estuviera buscando su culpa por la falta de frutos, que en realidad dependen de nosotros. Él que ha trabajado sin duda más que nosotros, continúa preguntándose si debía hacer más. ¿Por qué el Señor se lo pregunta y nosotros no? Tal vez estamos tan llenos de orgullo y de individualismo que continuamos impertérritos cultivando nuestro pequeño matojo. Ni siquiera se nos pasa por la cabeza el deseo de levantar la mirada un poco más arriba; o bien estamos tan aturdidos por nuestros lamentos que nos oímos solo a nosotros mismos; y, en cambio, procuramos alejar de nuestros oídos y de nuestro corazón las palabras que el Señor no deja de dirigirnos. El corazón de esta página evangélica es la historia de un amor sin fronteras: el amor de Dios por su tierra, por nuestra vida. Un amor grande, inconmensurable, que no tiene miedo ni siquiera de la ingratitud y el rechazo de los hombres, de aquellos labradores rebeldes de los que habla el Evangelio, a los que ha confiado la tierra. En el pasaje evangélico hay como un peculiar contraste que va en aumento: cuanto más crece el amor, más aumenta la hostilidad, o al revés, cuanto más crece el rechazo de los hombres, más aumenta el amor de Dios por ellos.
Cuando llega el tiempo de la vendimia, el propietario envía a sus siervos a los labradores para recoger la cosecha. La reacción de estos es violenta, agreden, matan y apedrean a aquellos siervos. El propietario "de nuevo" envía a otros siervos, en mayor número, pero reciben el mismo trato. Parece releer, en una eficaz y trágica síntesis, la antigua y siempre recurrente historia de oposición violenta (también fuera de la tradición judeocristiana) a los "siervos" de Dios, a los hombres de la "palabra" (los profetas), a los justos y honestos de todo lugar y tiempo, de toda tradición y cultura, ejercida por aquellos que quieren servirse a sí mismos y a sus propios intereses, como aquellos labradores "malvados". Pero el Señor –y aquí radica el verdadero hilo de esperanza que sostiene la historia de los hombres y la salva– no disminuye el amor por los hombres, sino que lo aumenta. "Finalmente", el propietario envía a su propio hijo, creyendo que lo respetarán. Pero la furia de los labradores explota y deciden asesinarlo para quedarse su herencia. Lo cogen, lo llevan "fuera de la viña" y lo matan. Tal vez solo Jesús entendió estas palabras cuando fueron pronunciadas. Hoy las entendemos también nosotros: describen perfectamente lo que le sucedió a Jesús. Había nacido fuera de Belén; muere fuera de Jerusalén. Jesús, con gran lucidez y valentía, denuncia la infidelidad y el rechazo de los siervos que llegan a matar al hijo del propietario.
Al final de la parábola Jesús pregunta a los que le escuchan qué hará el propietario a aquellos colonos suyos. La respuesta parece lógica: los castigará, les quitará la viña y la arrendará a otros para que la hagan fructificar. Dios espera frutos. Ese es el criterio por el que se cede la viña. Aquella advertencia va más allá de los oyentes de Jesús y llega hasta nosotros. El Evangelio nos dice que no nos hagamos ilusiones reivindicando un derecho de propiedad inalienable sobre la "viña", que es ahora y siempre de Dios. Lo que cualifica a los nuevos labradores son sus frutos, no su simple militancia. Los frutos de justicia, de piedad, de misericordia y de amor nos permiten formar parte del pueblo de Dios. Está escrito: "Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta" (Jn 15,1). Y también: "Por sus frutos los conoceréis".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.