ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

XXVIII del tiempo ordinario Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 12 de octubre

Homilía

"Hará el Señor omnipotente a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos... Consumirá a la Muerte definitivamente. Enjugará el Señor las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra." Es el sueño del gran profeta Isaías, que hemos escuchado este domingo (Is 25,6-10). En otro pasaje escribe: "Caminarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu alborada. Alza los ojos en torno y mira: todos se reúnen y vienen a ti" (Is 60,3-4). Las palabras del profeta van más allá de su tiempo y expresan un sueño que está grabado en lo más profundo del corazón de los hombres y las mujeres de todos los tiempos, sean de donde sean y profesen la religión que profesen: muchos necesitan una vida pacificada; muchos desean encaminarse hacia un nuevo futuro; todos deben salir de una situación deshonrosa.
Dice el profeta que el banquete ya está listo; y lo ha preparado el Señor. Eso significa que la vida, la paz y la fraternidad están ya listas. El Señor mismo nos las da. No están tan lejos como para que nos desesperemos por tenerlas, ni tan elevadas e inalcanzables como para que caigamos en el desaliento. Están a nuestro alcance. El verdadero problema es que nos negamos a aceptar la invitación y a acercarnos a aquel monte para participar en el banquete de la vida y de la paz. Nosotros, preocupados solo por nuestras cosas, no tenemos en cuenta la invitación que recibimos y despreciamos los dones que nos proponen. La defensa de nuestros intereses personales a toda costa y a cualquier precio nos aleja de la paz y de la fraternidad. En ese sentido, la parábola del banquete es clara. La parábola tiene por protagonista a un rey, que tras haber preparado un banquete de bodas para su hijo, envía a sus siervos para llamar a los invitados. Estos, tras haber escuchado a los siervos, rechazan la invitación. Cada uno tiene su justo motivo, su más que comprensible ocupación: unos en su propio campo; otros en campo ajeno. Pero todos coinciden en su rechazo.
El rey, no obstante, no se rinde; insiste y envía de nuevo a sus siervos a renovar la invitación. Parece oír al apóstol, cuando dice que para el Evangelio hay que insistir en toda ocasión, tanto si es oportuna como si no lo es. Pero esta vez los invitados, no solo desatienden la propuesta del rey, sino que llegan a maltratar e incluso a asesinar a sus siervos. Es lo mismo que pasa cada vez que el Evangelio queda al margen o es expulsado de nuestra vida. Ante esta increíble reacción el rey, indignado, ordena castigar a los asesinos. En realidad, se castigan ellos mismos, es decir, se excluyen del banquete de la vida, de la paz, del amor. Caen en una vida de infierno. El rey, no obstante, no abandona su ilimitado deseo de reunir a los hombres. Envía a otros siervos con la orden de dirigirse a todos aquellos que encuentren por los caminos, sin distinción. Pero esta vez la invitación es aceptada y la sala se llena de comensales, "malos y buenos". Parece como si a Dios no le interese cómo somos; lo que quiere es que estemos ahí. En aquella sala no hay puros y santos. Están todos. Si nos guiamos por otras páginas del Evangelio, más bien se diría que eran masas de pobres y de pecadores. Jesús afirma que todos son invitados y todo aquel que llega es acogido; no importa si uno tiene méritos o no, no importa si uno tiene la conciencia tranquila o no. En aquella sala no se puede distinguir a los santos de los pecadores, a los puros de los impuros.
Lo que cuenta es llevar el "traje de boda". En Oriente el invitado, fuera quien fuera, era recibido con todo tipo de honores: lo lavaban y vestían antes de entrar en la sala para comer. Quien rechazaba dicha costumbre demostraba no aceptar la hospitalidad para sentirse con derecho a entrar, casi como si fuera el amo. El traje de boda es el amor de Dios que se derrama sobre nosotros hasta cubrir todas nuestras culpas, todas nuestras debilidades. El traje de boda es la fe, es la adhesión cariñosa al Señor y a Su palabra. A ese respecto escribe el Apocalipsis: "Miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas” (7, 9).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.