ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 23 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 12,49-53

«He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla! «¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús, mientras exhorta a los discípulos a vigilar, les dice que ha llegado el momento de la decisión. Con él han llegado los últimos tiempos y no se puede aplazar la decisión de seguir el Evangelio. Para que los discípulos comprendan su preocupación apostólica, Jesús utiliza la imagen del fuego que él mismo ha venido a traer al a tierra: "He venido a arrojar un fuego sobre la Tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!". El Apocalipsis retomará esta imagen a propósito del ángel que al final de los tiempos arroja fuego sobre la tierra (8,5). Jesús quiere que los discípulos abandonen las actitudes de pereza, de retraso, de frialdad, de cerrazón, para vivir su misma preocupación, su misma inquietud: él estará inquieto hasta que la llama del amor no prenda en el corazón de los hombres. El discípulo, por tanto, no está llamado a una vida avara y tranquila, cuyo objetivo sea el bienestar personal o de su grupo. Muchos hombres y mujeres piensan que la salvación está en el bienestar personal, en la tranquilidad de quien no tiene otra preocupación que la de su felicidad personal. El discípulo vive otra dimensión, otra tensión. Se sumerge en el Evangelio –es como si se bautizara ("sumergido", precisamente) en el Evangelio– impulsado por la urgencia de comunicarlo a todos los hombres y las mujeres para que se salven de la soledad y de la muerte. La adhesión al Evangelio absorbe la vida entera del discípulo, es como si el Evangelio lo poseyera. Por eso para seguir a Jesús hay que distanciarse de la vida antigua, la vida basada en los lazos de carne. Los lazos de sangre –que evidentemente son importantes– no constituyen en sí mismos la salvación. Solo el Evangelio es el fuego que salva, que cambia el mundo, empezando por cambiar el corazón de cada persona. Pablo dirá: Cristo es nuestra paz (Ef 2,14) y el mismo Señor dijo: "Bienaventurados los que trabajan por la paz". No hay contradicción en este caso entre la paz y la espada. La paz que trae Jesús no es como la que da el mundo (Jn 14,27), no es avara tranquilidad o seguridad de nuestras tradiciones. Para poder gozar de la paz que viene del Evangelio es necesaria una purificación a través del fuego, una separación entre el mal y el bien, un discernimiento entre la luz que Jesús viene a traer al mundo y las tinieblas del mal. La paz es un don y una conquista, es aceptar el Evangelio y abandonar el egocentrismo.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.