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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de Zacarías y de Isabel, que en su vejez concibió a Juan el Bautista. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 5 de noviembre

Recuerdo de Zacarías y de Isabel, que en su vejez concibió a Juan el Bautista.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 14,25-33

Caminaba con él mucha gente, y volviéndose les dijo: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío. «Porque ¿quién de vosotros, que quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo: Este comenzó a edificar y no pudo terminar. O ¿qué rey, que sale a enfrentarse contra otro rey, no se sienta antes y delibera si con 10.000 puede salir al paso del que viene contra él con 20.000? Y si no, cuando está todavía lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz. Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús, tras una larga parada en casa de uno de los jefes de los fariseos, reanuda el camino hacia Jerusalén. Lo sigue una muchedumbre, indica el evangelista. Su entusiasmo es sorprendente. Y es comprensible. ¿Cómo no quedar fascinado por un hombre tan bueno que intentaba de todos los modos consolar y confortar a todos y especialmente a quien tenía problemas y necesitaba que lo curaran? Jesús, ante aquella muchedumbre que le seguía, siente la exigencia de aclarar qué significa seguirlo, qué significa ser discípulo suyo. Ya había hablado de ello anteriormente cuando había dicho: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo" (9,23). La insistencia en esa idea indica que Jesús atribuye una gran importancia a la decisión de seguirle. Jesús pide un vínculo exclusivo, más fuerte que el que tenemos con los miembros de la familia. El evangelista Lucas detalla una larga lista de personas a las que no hay que amar más que a Jesús. La lista puede sonar extraña, pero de ese modo Jesús destaca la exclusividad del amor que requiere. Debe quedar totalmente claro que la decisión de seguir a Jesús está por delante de cualquier afecto y cualquier empresa. No se trata de una exageración y aún menos de un capricho, como nosotros a menudo hacemos y pretendemos. Aquí se trata de la decisión más elevada que el hombre está llamado a tomar. Y en ese contexto hay que comprender la palabra "odiar": Jesús la interpreta en el sentido de no preferir a nadie más que a él. Es una decisión, sin duda alguna, radical. Y por eso requiere cortes y divisiones, empezando por los instintos y los pensamientos malvados que hay en el corazón de cada uno. El amor exclusivo por Jesús es el fundamento de la vida del discípulo. "Tomar la cruz" equivale a estar disponible hasta la muerte. Lo que Jesús pide a los discípulos se lo ha pedido en primer lugar a sí mismo. Si pretende un amor exclusivo hasta la muerte es porque también él nos ama hasta la muerte, y una muerte en cruz. Él cargó sobre sus hombros la cruz del amor por nosotros. Es imposible entender el Evangelio sin comprender con qué amor nos ama Jesús. Si fue cierto para Jesús, lo es también para nosotros. Sin este amor, que lleva hasta la muerte, como continúan demostrando los numerosos mártires de ayer y de hoy, la vida no es firme, es como construir una torre sin cimientos o acometer una batalla sin tener el ejército adecuado. La pretensión de un amor radical es la sustancia del Evangelio y también de la vida del discípulo. De ese amor los discípulos son responsables también ante el mundo, que lo espera.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.