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Fiesta de la Madre de Dios
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Fiesta de la Madre de Dios

Fiesta de María Madre de Dios
Oración por la paz en el mundo y por el fin de todas las guerras.
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Libretto DEL GIORNO
Fiesta de la Madre de Dios
Jueves 1 de enero

Homilía

“Que el Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor su rostro sobre tí y te sea propicio. Que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Nm 6, 24-25). Con esta antigua bendición bíblica entramos en el nuevo año, seguros de que el Señor velará sobre nosotros, estará a nuestro lado y nos acompañará día tras día. “Pues en esto he de fijarme: en el mísero, pobre de espíritu, y en el que tiembla a mi palabra”, se lee en el libro de Isaías (66, 2). Sí, al alba de este nuevo año la mirada del Señor se dirige hacia los humildes y los débiles, hacia quien se dispone a escuchar la palabra del Evangelio y trata de ponerla en práctica cada día.
Una vez más, el Evangelio nos hace ver con los ojos del corazón a quellos pastores de Belén. Ellos son un ejemplo para los creyentes. Eran considerados hasta tal punto impuros y pecadores que estaban excluidos de la vida religiosa oficial, pero, a pesar de todo, la mirada de Dios se posó sobre ellos: la noche se llenó de luz y su vida encontró un sentido, una dirección hacia la que caminar. Aquellos humildes pastores se convirtieron en los “primeros cristianos”: escucharon las palabras del ángel, dejaron sus rebaños y se dirigieron hacia el lugar indicado. Los cristianos siempre están “en salida” de sí mismos para ir hacia el Señor y hacia los demás. Y, llegados a la gruta -fueron ellos esta vez los que miraron- vieron a un Niño. “Al verlo, contaron lo que les habían dicho acerca de aquel niño”, escribe el evangelista. Se podría decir que toda la vida del cristiano se resume en esta simple escena, que se coloca al inicio de este año para que ilumine todos los días que vendrán. Los Evangelios nos dicen que los ángeles hablaron del Niño a aquellos pastores, pero no es difícil pensar que cuando llegaron a la gruta fue María la que siguió hablándoles de ese Hijo. Desde luego, se lo presentó. Sin ella, difícilmente habrían podido comprender el misterio que se presentaba ante sus ojos. María sabía quién era ese hijo, tanto que, con mucho cuidado “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”.
Con increíble ternura, la liturgia de este día nos invita a mirar a María para festejarla y venerarla como Madre de Dios. Han pasado siete días desde Navidad, desde que nuestros ojos se han posado sobre este Niño recién nacido y sobre todos los pequeños y débiles de este mundo. Hoy la Iglesia siente la necesidad de mirar a la Madre y hacerle fiesta. Pero, es bueno subrayarlo, al contemplarla no la encontramos sola: tiene a Jesús en brazos. Escribe el Evangelio que, en cuanto llegaron a Belén, los pastores “encontraron a María y a José, y al niño”. Es hermoso imaginar a Jesús niño ya no en el pesebre sino entre los brazos de María: ella lo muestra a aquellos humildes pastores y todavía sigue mostrándolo a los humildes discípulos de todos los tiempos. María que tiene a Jesús en su regazo o en los brazos es una de las imágenes más familiares y tiernas del misterio de la encarnación. En la tradición de la Iglesia de Oriente es tan fuerte la relación entre aquella Madre y aquel Hijo que no se encuentra jamás una imagen de María sin Jesús; ella existe para aquel Hijo, su misión es engendrarlo y mostrarlo al mundo. Es el icono de María, la Madre de Jesús, pero es también la imagen de la Iglesia y de todo creyente: abrazar con cariño al Señor y mostrarlo al mundo.
Como aquellos pastores que al salir de la gruta se volvieron glorificando y alabando a Dios, también nosotros, con la misma energía y el mismo empuje, saliendo de un año entramos en el nuevo teniendo a Jesús entre los brazos para amarlo y mostrarlo al mundo. Verdaderamente sería una gran consolación si alguien pudiese seguir escribiendo: “Todos los que lo oyeron se maravillaron de lo que los pastores les decían”. Desgraciadamente, ¡la gente de nuestras ciudades se maravilla por cosas bien distintas! Pero quizá también deberíamos preguntarnos si hay “pastores” (y no olvidemos que todo creyente es “pastor” de los demás hermanos y hermanas) que sepan comunicar a los demás la alegría del encuentro con aquel Niño.
Ya es una tradición consolidada que el primer día del año la Iglesia se reúne en oración para invocar la paz. Es como extender la bendición que hemos escuchado del libro de los Números al mundo entero, a la familia de los pueblos: “Que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz”. Es necesario que el Señor extienda su mirada sobre los pueblos. Desgraciadamente en esos últimos tiempos se han recrudecido los conflictos, y, en consecuencia, por nuestra parte debemos corresponder intensificando la oración por la paz. Sabemos que la paz requiere el compromiso tenaz de los hombres, pero es sobre todo un don que viene de lo alto, es un fruto del Espíritu del amor que actúa en el corazón de los hombres. Al inicio de este año recogemos el canto de los ángeles en la noche de Navidad: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace”. Es nuestra oración al alba de este nuevo año. Que el Espíritu del Señor descienda a los corazones de los hombres, que ablande su dureza para que se enternezcan ante la debilidad del Niño; que transforme los corazones de nuestras ciudades y aleje de ellas el odio, la envidia, la maledicencia, la explotación y el desinterés; que transforme el corazón de las naciones y de los pueblos en guerra para que se desarmen los espíritus violentos y se refuercen los trabajadores de paz; que haga compasivo el corazón de los pueblos ricos para que no permanezcan ciegos ante las necesidades de los pueblos pobres y compitan más bien en generosidad; que toque el corazón de las naciones y los pueblos pobres para que abandonen los caminos de la violencia y emprendan los del desarrollo; que transforme el corazón de todo hombre y de toda mujer para que redescubran el rostro del único Dios, Padre de todos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.