ORACIÓN CADA DÍA

Oración del tiempo de Navidad
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración del tiempo de Navidad
Sábado 10 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra
a los hombres de buena voluntad.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Juan 4,19-5,4

quien teme
no ha llegado a la plenitud en el amor.
Nosotros amemos,
porque él nos amó primero. Si alguno dice: «Amo a Dios»,
y aborrece a su hermano,
es un mentiroso;
pues quien no ama a su hermano, a quien ve,
no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento:
quien ama a Dios, ame también a su hermano. Todo el que cree que Jesús es el Cristo
ha nacido de Dios;
y todo el que ama a aquel que da el ser
ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos
que amamos a los hijos de Dios:
si amamos a Dios
y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor a Dios:
en que guardemos sus mandamientos.
Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios
vence al mundo.
Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es
nuestra fe.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Una vez más el apóstol afirma que nosotros podemos amar porque Dios nos ha amado primero: “Nosotros amamos, porque él nos amó primero”. Escribiendo a los cristianos, Juan dice que es imposible amar de verdad sin haber comprendido y acogido, aunque solo sea un poco, el amor de Dios. Por experiencia personal sabemos lo enraizado que está en nosotros el amor por nosotros mismos, la preocupación por nuestro yo. El amor de Dios hacia nosotros es la raíz y el modelo de nuestro amor: tanto del amor fraterno como del amor hacia Dios. No son dos amores, sino un solo amor indivisible. Y no se trata de amor abstracto. El amor es siempre concreto. Por esto Juan une de forma estrecha el uno con el otro, hasta decir: “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”. El amor a Dios pasa siempre a través del amor al prójimo, en especial a los más pobres y débiles. En realidad, toda la Escritura está atravesada por esta convicción, es decir, lo inseparable del amor a Dios y al prójimo. Jesús es su mayor ejemplo: el amor por el Padre y el amor por los hombres y en especial por los pobres eran la esencia de sus días. Nadie está excluido del horizonte de su amor, ni siquiera los enemigos y los perseguidores, como varias veces afirman los Evangelios. No es un mandamiento gravoso. Ciertamente es comprometedor, pero es el único camino que puede llevar la paz a la vida de los hombres. Juan aclara todavía: “Si alguno dice: «Yo amo a Dios», y odia a su hermano, es un mentiroso”. San Agustín comenta: “Tienes otra cosa en qué pensar si quieres ver a Dios. Dios es amor. ¿Qué rostro tiene el amor? ¿Qué forma, qué estatura, qué pies, qué manos tiene? Nadie lo puede decir. Y, sin embargo, tiene pies, pues son ellos los que conducen a la Iglesia; tiene manos, pues son ellas las que dan al pobre; tiene ojos, pues con ellos se mira por el necesitado”. El rostro concreto del amor es Jesús. Quien cree en él, es decir, quien lo acoge como Maestro y Salvador y lo sigue, camina por los caminos de Dios, observa sus mandamientos. Esta es la fe que vence el mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.