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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

II del tiempo ordinario
Comienza la semana de oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de la Iglesia Católica.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 18 de enero

Homilía

Juan se encontraba todavía a orillas del Jordán. Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Han terminado las epifanías, las manifestaciones del Señor, pero Juan, el hombre de la espera, del sueño, de la búsqueda de un mundo nuevo, se encuentra todavía a orillas del Jordán. Él desciende en profundidad, no se resigna, no reduce la Navidad a un sentimiento vago que deja discurrir la vida como siempre. El discípulo es ciertamente hombre de la tierra, hasta el punto de encontrarse como en casa en todos los países y sentirse familiar de todos los hombres. Esto es lo que quiere decir “encontrarse de nuevo” a orillas del río. Pero estaba allí para esperar un tiempo nuevo. En efecto, el creyente es también hombre del cielo, es decir, un hombre que espera el reino de Dios. No se va, no escapa lejos, no se resigna porque sabe que el reino empieza a manifestarse donde él vive. Juan no va en busca de sensaciones nuevas o de un mundo virtual. Tampoco mira el mundo con corazón cínico, como termina haciendo quien no tiene esperanza. Él sigue esperando el reino de Dios tratando de cambiar su corazón volviéndolo atento a los signos de Dios. De hecho, precisamente mientras está todavía a orillas del Jordán ve a Jesús que pasa. Fija su mirada en él. Lo reconoce y lo indica a los demás: “He ahí el cordero de Dios”. Juan escrutaba con los ojos del corazón los signos de un mundo nuevo. Y he aquí que ve pasar a Jesús. Sus ojos, que él había entrenado para escrutar los signos de Dios, reconocen al enviado de Dios: “He ahí el cordero de Dios”, dice a los presentes. Sí, indica al manso que con su humanidad hace concreto el rostro de Dios; indica al cordero que se deja conducir al matadero para derrotar el mal; indica al que responde a las esperanzas de felicidad, de amor, de curación, de paz y de fin de las divisiones.
Para Andrés y Juan es el Bautista quien indica al Señor, aquél que necesitan de verdad y que puede dar sentido a sus vidas. Empiezan a seguirlo, aunque a distancia. No sabemos si Jesús se da cuenta de los dos enseguida, pero en un momento dado se vuelve y les pregunta: “¿Qué buscáis?”. También aquí la iniciativa parte de Dios. Es Jesús quien se da la vuelta y “mira” a los dos discípulos. En el estilo del evangelista Juan el uso del verbo “ver”, sobre el que parece organizar toda la escena, significa que la relación entre los distintos personajes se realiza en contacto directo, inmediato: Juan fija su mirada en Jesús, después es Jesús quien “se volvió” y vio a los dos discípulos y les invita a “venir y ver”. Ellos le siguieron y “vieron dónde vivía”; y por último el Maestro “fija su mirada” en Pedro dándole un nuevo nombre, un nuevo destino.
“Ver” quiere decir descender en el corazón del otro y al mismo tiempo dejarse escrutar en el propio; “ver” es comprender y ser comprendidos. Es verdad que la iniciativa viene de Dios, pero en el corazón de los dos discípulos no está el vacío, ni un tranquilo y avaro apego a las cosas de siempre. En definitiva, los dos no se habían quedado en Galilea, en su tierra o en su ciudad, para seguir siendo pescadores: tenían en el corazón el deseo de una vida nueva para ellos y para los demás. Y este deseo, esta necesidad quizá sin expresar, es comprendido en la pregunta de Jesús: “¿Qué buscáis?”. Y ellos respondieron: “Maestro, ¿dónde vives?”. La necesidad de tener un “maestro” que seguir y una “casa” donde vivir es el corazón de su búsqueda. Pero es también una petición que viene de los hombres y de las mujeres de hoy en un mundo completamente especial: en efecto, es raro encontrar “maestros” de vida, es difícil encontrar a quien te quiere de verdad. Al contrario, es cada vez más frecuente sentirse desarraigados y sin una comunidad verdadera que acoge y acompaña.
Nuestras mismas ciudades parecen construidas para hacer muy difícil, si no imposible, una vida solidaria y comunitaria. La mentalidad utilitarista y consumista, la carrera tras el bienestar individual o de grupo, nos echan a todos hacia abajo, nos dejan profundamente solos, huérfanos y en recíproca rivalidad. Hay una ausencia de “padres”, de “madres”, de “maestros”, de puntos de referencia, de modelos de vida. En este sentido todos somos más pobres y estamos más solos. ¿A quién ir para aprender a vivir? ¿Quién puede indicarnos, con las palabras y sobre todo con el ejemplo, aquéllo por lo que vale la pena gastar nuestros días? Solos no nos salvamos. Todos necesitamos ayuda: Samuel fue ayudado por el sacerdote Elí, Andrés por el Bautista, y Pedro por su hermano Andrés. También nosotros necesitamos a un sacerdote, un hermano, una hermana, alguien que nos ayude y nos acompañe en nuestro itinerario religioso y humano.
A la pregunta de los dos discípulos Jesús responde: “Venid y lo veréis”. El joven profeta de Nazaret no se demora en explicar, de hecho, no tiene una doctrina que transmitir sino una vida que comunicar; por esto propone inmediatamente una experiencia concreta, podríamos decir una amistad que se puede ver y tocar. Los dos –advierte el evangelista- “Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima”. Se quedaron obviamente en la casa de Jesús, pero lo que contó verdaderamente fue que aquellos dos discípulos se arraigaron a la compañía del nuevo Maestro: entraron en comunión con él y fueron transformados. Quedarse con Jesús no encierra, no bloquea, no reduce los horizontes; al contrario, empuja a salir fuera de nuestro individualismo, a superar el provincialismo y la tacañería para anunciar a todos el descubrimiento fascinante del que es infinitamente más grande que nosotros, el Mesías. La vida de los dos cambió. El encuentro con Jesús creó una nueva fraternidad entre Andrés y Pedro. “Hemos encontrado al Mesías”, dice con alegría. Así también él comenzó a hablar como Juan, señalando a Jesús presente. La palabra debe ser comunicada, de lo contrario se pierde. La luz no se enciende para ponerla bajo el celemín. Una vez encontrada hace decir: he encontrado el futuro, el sentido, la esperanza, lo que buscaba, ¡mucho más de lo que deseaba! Pidamos al Señor que nos enseñe a comunicar con pasión, a quien busca futuro y salvación, su esperanza, dándole gracias porque sigue dándonos su compañía.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.