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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Oración por la unidad de las Iglesias. Recuerdo especial de las antiguas Iglesias de Oriente (siro-ortodoxa, copta, armenia y asiria). Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 20 de enero

Oración por la unidad de las Iglesias. Recuerdo especial de las antiguas Iglesias de Oriente (siro-ortodoxa, copta, armenia y asiria).


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 6,10-20

Porque no es injusto Dios para olvidarse de vuestra labor y del amor que habéis mostrado hacia su nombre, con los servicios que habéis prestado y prestáis a los santos. Deseamos, no obstante, que cada uno de vosotros manifieste hasta el fin la misma diligencia para la plena realización de la esperanza, de forma que no os hagáis indolentes, sino más bien imitadores de aquellos que, mediante la fe y la perseverancia, heredan las promesas. Cuando Dios hizo la Promesa a Abraham, no teniendo a otro mayor por quien jurar, juró por sí mismo diciendo: ¡Sí!, te colmaré de bendiciones y te acrecentaré en gran manera. Y perseverando de esta manera, alcanzó la Promesa. Pues los hombres juran por uno superior y entre ellos el juramento es la garantía que pone fin a todo litigio. Por eso Dios, queriendo mostrar más plenamente a los herederos de la Promesa la inmutabilidad de su decisión, interpuso el juramento, para que, mediante dos cosas inmutables por las cuales es imposible que Dios mienta, nos veamos más poderosamente animados los que buscamos un refugio asiéndonos a la esperanza propuesta, que nosotros tenemos como segura y sólida ancla de nuestra alma, y que penetra hasta más allá del velo, adonde entró por nosotros como precursor Jesús, hecho, a semejanza de Melquisedec, Sumo Sacerdote para siempre.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Enviando a su Hijo, Dios ha intervenido de forma definitiva en la historia del mundo. Y ha asegurado su indefectible presencia. La Carta a los Hebreos insiste en el juramento de Dios, ese acto solemne que Dios cumplió con Abrahán y con Israel. Ese juramento implicaba fidelidad y compromiso para realizar cuanto Dios había prometido, es decir, la salvación del pueblo que había elegido como el “suyo”. El juramento que hizo con Abrahán era un acto gratuito de Dios hecho por amor. Los cristianos se insertan en esta historia antigua. Jesús la ha llevado a cumplimiento, sin cancelarla. Por esta la Carta a los Hebreos insiste en el lazo con Abrahán y con las promesas que el Señor hizo al Patriarca. A través de Abrahán también Melquisedec se inserta en la historia de salvación, aún no siendo judío. Podríamos decir que nadie puede construir su vida más allá de una historia más amplia. A veces vivimos la tentación de considerarnos únicos, irrepetibles, como si todo comenzase y acabase con nosotros, perdiendo la alegría de formar parte de la historia de un pueblo, el pueblo de los cristianos, pero incluso antes el pueblo de la promesa hecha a Abrahán, ese pueblo de Israel al que los discípulos de Jesús están especialmente unidos, porque es a través de ellos como las promesas han llegado hasta nosotros. El autor de la Carta se dirige a una comunidad en la que se habían insinuado dudas y resignación, y también un sentido de falta de reconocimiento por el trabajo desarrollado. De hecho, poco antes escribió: “Porque no es injusto Dios para olvidarse de vuestras obras y del amor que habéis mostrado en su nombre, con los servicios que habéis prestado y prestáis a los santos(es decir, a los cristianos). Deseamos, no obstante, que cada uno de vosotros manifieste la misma diligencia …y no seáis indolentes, sino más bien imitadores de aquellos que, mediante la fe y la perseverancia, heredan las promesas”. Cuando se olvida la historia de amor de la que formamos parte, corremos el riesgo de que prevalezca un sentido de reivindicación de derechos y en consecuencia una pereza que nos lleva lejos de esa “diligencia”, de esa pasión por el Evangelio de Jesús que siempre se nos pide a los cristianos, pero que en este tiempo el Papa Francisco no deja de recordar. Aferrémonos con fuerza “a la esperanza propuesta” para ser también nosotros portadores de las promesas de Dios, de su diseño de amor hacia todos los hombres, de su presencia sobre todo allí donde el sufrimiento y el dolor marcan la existencia de los hombres y las mujeres. Jesús no dejará que le falte nunca lo necesario a los que confían en él, porque Él es el Señor del Sábado y de la historia.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.