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Vigilia del domingo
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Recuerdo especial de las comunidades cristianas en Europa y en las Américas. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 24 de enero

Recuerdo especial de las comunidades cristianas en Europa y en las Américas.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 9,2-3.11-14

Porque se preparó la parte anterior de la Tienda, donde se hallaban el candelabro y la mesa con los panes de la presencia, que se llama Santo. Detrás del segundo velo se hallaba la parte de la Tienda llamada Santo de los Santos, Pero presentóse Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La Carta a los Hebreos continúa su reflexión sobre el nuevo sentido del sumo sacerdocio de Jesús respecto al antiguo. En los primeros versículos el autor sagrado describe, aunque brevemente, el tabernáculo de la alianza que Moisés hizo preparar según las indicaciones que había recibido en la montaña (8,5). Lo que había sucedido en la primera alianza prefiguraba lo que Dios iba a realizar plenamente con Jesús. En efecto, el tabernáculo de la presencia de Dios nos dice ya algo de la nueva y la futura alianza que se realizará en el nuevo «templo»: es decir, en Jesús. Es, además, Jesús mismo quien afirma que no ha venido a abolir sino a completar la ley. La tienda de la antigua alianza estaba dividida en dos partes: «el Santo» y el «Santo de los Santos», escondido detrás de una cortina. La Carta acentúa la separación entre estas dos partes: en el «Santo» se encuentran las cosas simples propias de la vida de cada día, es decir, el candelabro, la mesa y los panes presentados; mientras que en el «Santo de los Santos» se conservan los objetos más preciosos y resplandecientes de oro. En la primera tienda el autor ve la imagen de la tierra, mientras que en el Santo de los Santos, la del cielo. También había distinciones para los ministros: en la primera tienda podían entrar todos los sacerdotes, mientras que en la segunda únicamente podía entrar el sumo sacerdote, y una sola vez al año, tras haber ofrecido un cruento sacrificio y rociar sangre sobre el propiciatorio. Este rito muestra que «no está abierto el camino al santuario» del cielo. Solo con Jesús se produce un cambio completo del sacerdocio y de la ley (7,12). Hasta ahora el autor ha afirmado que Jesús, constituido sumo sacerdote, ha penetrado los cielos (4,14) y se ha ofrecido a sí mismo de una vez para siempre (7,27); tomó asiento a la diestra del trono de la Majestad (8,1) y se ha convertido en ministro del verdadero tabernáculo erigido por Dios y no por hombre (8,2). Y trae dones «reales» (10,1), es decir, lleva a cabo las promesas del nuevo pacto (8,6) que son la remisión de los pecados y la definitiva unión con Dios. Él puede procurar estos bienes porque ejerce un ministerio sacerdotal no en el estrecho espacio del tabernáculo terrenal sino en «una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo». Y, como Sumo Sacerdote, no pudo entrar en el Santo de los Santos «sin sangre» (9,7). Efectivamente, entró con sangre, pero no a la manera antigua, con la de animales. Jesús entró en el Santuario con su propia sangre. Los discípulos, acogidos en este misterio de salvación, ya desde ahora entran con Él en el Santo de los Santos purificados “de las obras muertas” y “para rendir culto al Dios vivo”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.