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Domingo 15 de febrero

Homilía

El pasaje evangélico se abre con una afirmación directa y completamente singular para aquel tiempo: “Se le acerca un leproso”. Era realmente extraño que un leproso osara acercarse a alguien, ya que tenían la obligación de mantenerse alejados de la gente. El libro del Levítico era categórico: “El afectado por la lepra llevará la ropa rasgada y desgreñada la cabeza, se tapará hasta el bigote e irá gritando: ‘¡impuro, impuro!’. Todo el tiempo que le dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y vivirá aislado; fuera del campamento tendrá su morada” (13, 45-46). La exclusión de la convivencia con los demás hacía que esta enfermedad fuera más terrible de lo que ya era de por sí. Los rabinos llegaban a considerar a los leprosos como muertos en vida, y pensaban que su curación era más improbable que la misma resurrección. Por esto era extraño que un leproso osara a acercarse a Jesús, superando la distancia abismal que garantizaba la ley. Pero ¿a quién más podía acudir, aquel leproso? Todos, protegidos por las disposiciones legales, además de por el miedo al contagio, se mantenían bien alejados de los enfermos de lepra. El único que no se comportaba así era Jesús. Los leprosos se habían dado cuenta y acudían a él.
¡Cuántos enfermos de “lepra” hay también hoy, cerca y lejos de nosotros! No solo los golpeados por la lepra auténtica, que por otro lado hoy es fácil de curar, sino todos los que ven su vida marcada irremediablemente por la enfermedad y una condición de marginalidad. Y todavía hoy somos muchos, demasiados, los que huimos de ellos por miedo a contagiarnos o, como dicen algunos, para no entristecernos al verlos. Aquellos leprosos, contrariamente a lo habitual, cuando se enteraban de que iba a pasar Jesús, superaban las barreras de miedo y de desconfianza e iban corriendo hacia él. El joven profeta de Nazaret creaba un clima nuevo a su alrededor, una atmósfera llena de compasión y de misericordia que atraía a enfermos, pecadores y pobres. Los discípulos de hoy, las comunidades cristianas, en cualquier lugar del mundo, deben interrogarse cuando no llegan a crear un clima nuevo, cuando no son atractivas desde el punto de vista evangélico.
Aquel leproso, quién sabe con cuánta fatiga, llegó por fin junto a Jesús y se arrojó a sus pies. No utilizó muchas palabras, no se puso a explicar su enfermedad. Dijo simplemente, pero con fe: “Si quieres, puedes limpiarme”. El leproso no duda que Jesús pueda curarle, pero no sabe si quiere hacerlo. Por otra parte, ¿qué podía saber un pobre leproso acerca de la voluntad de aquel joven profeta? Una cosa es cierta en esta página evangélica: ante aquel profeta bueno, la desesperación de aquel leproso se transforma en fe. Y Jesús, el compasivo, no podía dejar de escucharle: no tuvo miedo del contagio, extendió la mano y le tocó, y le comunicó la energía de la vida. Aquel leproso revivió como una planta marchita que inmdediatamente vuelve a florecer.
La escena evangélica nos empuja a todos nosotros a encontrar y escuchar, a tocar y a sentir la gran necesidad de salvación que tienen los millones de “leprosos” de hoy. Con su respuesta, Jesús nos muestra cuál es su voluntad con respecto a la lepra y al mal, sea cual sea: “Quiero; queda limpio”. Sí, la voluntad de Dios es clarísima: luchar contra todo tipo de mal, de marginación, de lejanía, de exclusión. Estamos verdaderamente lejos de esa convicción demasiado difundida que atribuye a Dios la decisión de distribuir el mal a los hombres según su pecado. Nada es más ajeno al Evangelio, y sin embargo es una convicción fuertemente arraigada también entre los cristianos.
No es fácil comprender la orden de Jesús al leproso: “Mira, no digas nada a nadie…”. Es una orden que parece extraña. Es ciertamente extraña, si no contraria, a nuestras costumbres, a nuestra cultura “televisiva”. El Evangelio parece mostrarnos un silencio bello, rico, expresivo, que Jesús quiere conservar. Se podría interpretar también en esta línea el llamado “secreto mesiánico”, tan querido para el evangelista Marcos. Hay que subrayar, sin embargo, otra cosa: Jesús no busca su gloria o el refuerzo de su fama. Este deseo de silencio está unido al delicado secreto de una amistad que se establece entre el Señor y ese hombre, entre el Señor y quien se confía a él. El milagro –así se podría interpretar el silencio impuesto por Jesús– antes que un signo apologético de su poder, que también es necesario acoger, es sobre todo una respuesta amiga, cariñosa y compasiva hacia los enfermos y los excluidos. Es como decir que el amor de Dios hacia mí, hacia ti, hacia cada hombre, va antes que cualquier otra cosa.
Quizás precisamente porque fue tocado por este amor absolutamente único e inimaginable, a aquel hombre le fue imposible callar. Por eso debemos desearnos que también para nosotros sea imposible callar. Aquel leproso no obedeció y divulgó tanto aquel episodio que Jesús ya no podía entrar en las ciudades a causa del gran número de personas que lo buscaban. Jesús, que no deseaba el complacer a los hombres sino a su Padre, se retiraba a otros lugares. Aun así, la gente no le perdía de vista y continuaba siguiéndole.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.