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Domingo 22 de febrero

Homilía

El miércoles hemos comenzado la Cuaresma. La propuesta es simple, directa, porque debe penetrar en las muchas costumbres, convicciones; en esa selva de defensas y desconfianzas que nos hacen ser siempre iguales a nosotros mismos, poco vulnerables, incapaces de humillarnos en un comienzo que es siempre necesariamente pobre: "Cambia el corazón y cree en el Evangelio", nos ha repetido el sacerdote mientras imponía la ceniza sobre nuestras cabezas. Jesús afrontó el mal en el desierto, "tentado por Satanás", dice el evangelio de Marcos. Comienza así la agonía de Jesús, es decir, la lucha entre la vida y la muerte: toda la vida de Jesús fue una agonía, una lucha contra el Mal y su Príncipe. Sí, por esto el tiempo se ha cumplido: el Señor, que ama a los hombres, viene a combatir al enemigo del hombre, al que siembra división, que está detrás del instinto de orgullo o de amor por uno mismo. Por esto nos pide convertirnos. No es un ejercicio piadoso, un añadido más para los justos, voluntario para los mediocres. Jesús pide cambiar porque ama el mundo y no puede aceptarlo tal como es; no quiere que tu vida se pierda ni la considera perdida, la quiere mejor, a salvo de la triste mediocridad. Quien no cambia se conserva igual a sí mismo, y termina por someterse a los ídolos mudos y sordos, tal vez sin haberlo elegido. ¡Cuántas veces los preferimos en lugar de a un amante apasionado como Jesús! Sí, porque en realidad tenemos miedo del amor, lo reducimos a nuestros límites estrechos, huimos del que ama, como el joven rico que permaneció apegado a sus riquezas, que elige la tristeza porque no sabe abandonarse al que había fijado en él su mirada y lo había amado.
La Cuaresma es un itinerario. Por ello se convierte en una invitación insistente, repetida y afectuosa para hombres amantes de soluciones rápidas, fáciles e inmediatas; que se fían de la primera impresión; que con poca frecuencia eligen la humillación de una disciplina del corazón; que se convierten en víctimas de sus propios juicios superficiales y creen tener siempre a disposición todas las opciones. En realidad solo está dispuesto a cambiar quien se da cuenta del abismo de su corazón, ya que es de ahí donde comienza el camino del arrepentimiento. Cuaresma es un tiempo de perdón y de alegría porque reencontramos nuestro corazón escuchando a un Padre que nos ama y nos renueva. El justo no encuentra alegría; no pide perdón ni sabe perdonar, y debe aferrarse a su hipocresía para no precipitarse en el abismo del pecado. No cree en el perdón y por eso no sabe llorar; huye del dolor de la amargura; aleja de sí la humillación de descubrirse como es y no piensa pedir ayuda. Permanece prisionero de su tristeza. El pecador que se reconoce como tal encuentra consuelo. Examinemos nuestro corazón: ¿no somos pobres de amor, fríos, miedosos, agresivos, infieles, inconstantes, llenos de rencor, dominados por el orgullo instintivo? ¿Acaso no se nos llena el corazón, quizá con facilidad, de muchos miedos y enemistades, desconfianzas y hostilidades? ¿No se vuelve irrefrenable, voraz de satisfacciones, de confrontaciones, de pequeñas afirmaciones del yo?
Necesitamos cambiar nuestro corazón porque el mundo está lleno de enemistad y de violencia. El mundo no puede vivir sin corazón. Empezando por el nuestro. ¿Quién dará un corazón a un mundo que se apasiona solo por los bienes, por el mercado, por lo que no salva? ¿Quién restituirá los muchos años que el hambre o la dureza de la vida roban a millones de pobres? ¿Quién arrancará del corazón de tantos la costumbre de la violencia, el embrutecimiento que elimina la piedad y la compasión? La Cuaresma es la invitación insistente a acoger la propuesta de cambiar el mundo partiendo de nuestro corazón. Como el pecado y la complicidad con el mal tienen siempre un efecto sobre los demás, de la misma manera nuestro cambio podrá construir un mundo de paz y descontaminarlo de la violencia. Un corazón bueno embellece y humaniza la vida de muchos. Los discípulos de Jesús están llamados a ser personas de corazón que se toman en serio la vida de los demás. El primero en hacerlo ha sido Jesús mismo.
Jesús exhorta: “Creed en la Buena Nueva”. Creer en el Evangelio significa confiarse a la ingenuidad del Padre que abraza al hijo y lo reviste de su perdón sin méritos, sin expiaciones, solo porque ha vuelto a Él. Creer en el Evangelio quiere decir que esa palabra es camino de paz, y que el mundo se puede cambiar; estar seguros de que un corazón lleno de sentimientos, un corazón espiritual, vence la lógica de la guerra y puede apresurar el día de la paz. Creer en el Evangelio es creer en la fuerza de la oración. En este tiempo abramos con frecuencia el Evangelio, hagamos silencio de nuestras razones para escuchar la Palabra de Dios. Invoquemos al Señor junto a los enfermos, los que sufren, los que son golpeados por el mal, y descrubriremos de nuevo la alianza de amor que el Señor ha establecido con nosotros. Él donó la tierra a los hombres pero les advirtió que respetasen la vida del hombre, su sangre, para que nadie viviera desentendiéndose de la vida del otro. El mandamiento de Dios es contra la violencia. El hombre que se convierte, que se vuelve pacífico, reconstruye esta alianza. En lo profundo del corazón humano existe un deseo de paz. La Cuaresma es el tiempo oportuno para reencontrar dentro de nuestro corazón y el del prójimo ese arco iris de paz, para que termine el diluvio de la violencia, de las tempestades del amor por uno mismo. Que los muchos que escrutan el cielo implorando ayuda y protección, que piden paz y esperanza, puedan ver pronto ese arco que parte de nuestros corazones y de todos los que acogen la paz.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.