ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 1 de marzo

Homilía

La Cuaresma es un tiempo oportuno para nuestro camino hacia el Señor. Es el tiempo propicio para salir de la prisión del amor por nosotros mismos y subir más alto, mucho más alto que nuestras banalidades. La liturgia de este segundo domingo está en cierto modo dominada por dos montañas que se recortan altas, fascinantes y terribles frente a nuestro día a día. El monte Moria –que la tradición identifica simbólicamente con la colina del Templo de Jerusalén- y el monte Tabor: el monte de la prueba de Abraham y el monte de la trasfiguración de Jesús.
El libro del Génesis, en la primera lectura, nos presenta ese terrible y silencioso viaje de tres días que el patriarca bíblico afronta hacia la cima de la prueba: es el paradigma de todo itinerario de fe, y del propio camino cuaresmal. Es un recorrido difícil y atormentado, acompañado solo por ese mandato implacable: “Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, y ofrécelo allí en holocausto”. Después el silencio: silencio de Dios, silencio de Abraham, silencio del joven y ajeno a todo Isaac, que solo una vez, con una ingenuidad desgarradora, se dirigió a su padre Abrahán: «¡Padre!» - «¿Qué hay, hijo?» -«¿dónde está el cordero para el holocausto?» - «Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío»”. Su fe está en el nivel más puro, el de la fe simple y total del niño que se fía totalmente del padre (“si no os hacéis como niños…” dirá Jesús).
Abraham debe renunciar a su paternidad para apoyarse únicamente en la Palabra de Dios. No es su hijo Isaac quien le asegurará la posteridad sino solo la Palabra del Señor. Y Dios lo pone a prueba haciendo que se le pasara por la mente la posibilidad de la destrucción de su paternidad. Y así, después de la prueba, Abraham recibe a Isaac no ya como hijo de su carne sino como el hijo de la promesa divina. Él, que había renunciado a la vida de Isaac, lleno de alegría lo recupera como ese padre misericordioso de la parábola evangélica cuando recobra al hijo pródigo, “que había muerto y volvió a la vida”. Abraham acoge a Isaac, ofreciéndonos un altísimo ejemplo de fe, que lo hará ser venerado por las generaciones futuras de judíos, cristianos y musulmanes como “padre de todos los creyentes”. Sobre esa cima el creyente se descubre hijo del amor absoluto y exigente de Dios. Que la fe de Abraham nos acompañe en nuestro peregrinar de cada día.
La montaña de la Trasfiguración, que la tradición posterior identificará con el Tabor, se pone como punto álgido de la vida de Jesús con los discípulos. Podemos compararlo a la culminación de nuestro peregrinaje, tanto de la semana como de toda nuestra existencia. El Señor nos toma y nos lleva consigo al monte, como hizo con los tres más amigos, para vivir con él la experiencia de la comunión íntima con el Padre, una experiencia tan profunda como para trasfigurar su rostro, su cuerpo e incluso sus vestidos. Jesús se trasfiguró por completo, por dentro y por fuera. Hay quien sugiere que el núcleo histórico del relato se basa en una experiencia que afectó ante todo a Jesús: una visión celeste que produjo una trasfiguración en él. Es una hipótesis verosímil, y sin duda sugerente, porque nos permite entender más profundamente la vida espiritual de Jesús. A veces se olvida que también él tuvo su itinerario espiritual, como el Evangelio señala a propósito de su infancia: “Crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él”. Sin duda no le faltaron las alegrías por los frutos de su ministerio pastoral, como tampoco le faltaron ansias y angustias sobre cuál fuese la voluntad del Padre (de las que Getsemaní y la cruz son los momentos más dramáticos). En cualquier caso, para él no todo estaba fijado y programado de modo que no tuviera que pasar por las fatigas, y también las alegrías, de un camino.
Hubo también una subida al monte para Jesús, como en su momento la hubo para Abraham y después para Moisés, para Elías y para todo creyente. Jesús sintió la necesidad de subir al monte: era la necesidad de encontrarse con el Padre. Es cierto que la comunión con el Padre era toda su vida, el pan de sus jornadas, la sustancia de su misión, el corazón de todo lo que era y lo que hacía; sin embargo Jesús tenía necesidad de momentos en los que esta relación íntima emergiese en toda su plenitud. El Tabor fue uno de esos momentos singularísimos de comunión, que el Evangelio extiende a todo el recorrido histórico del pueblo de Israel, como testimonia la presencia de Moisés y de Elías, que “conversaban” con él. Jesús, sin embargo, no vive solo esta experiencia, quiere involucrar también a sus amigos más íntimos. Fue uno de los momentos más significativos en la vida personal de Jesús, y lo fue también para los tres discípulos y para todos los que se dejen implicar en esa misma subida.
En la tradición de la Iglesia han sido muchas las interpretaciones de este pasaje evangélico. Entre las más constantes está la que ve en la vida monástica el reflejo de la Transfiguración, debido a la radicalidad de la elección que comporta. Pero creo que se puede ver también el monte de la Transfiguración en la Liturgia dominical en la cual todos estamos llamados a participar, para vivir, unidos a Jesús, el momento más alto de la comunión con Dios. Y es justamente durante la Santa Liturgia que podremos repetir las mismas palabras de Pedro: “Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas…” A partir de este santo monte que es la Liturgia dominical, en la cual nos encontramos en compañía de los patriarcas y los santos del Primer Testamento, también nosotros escuchamos la misma voz de entonces: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”. Inmediatamente los tres discípulos se encontraron con “Jesús solo”. Miraron entorno asombrados, quizá con un sentimiento de pérdida por haber vuelto a la “normalidad”, y no vieron a nadie más que a Jesús.
A partir de aquí comienzan los días de la semana que siguen al domingo, o si se quiere, el descenso del monte. Los discípulos ya no son como antes, vuelven a la vida cotidiana no ya ricos de sí mismos, sus propias ideas, sus proyectos, sus sueños, etcétera. Tienen antes sus ojos la visión de Jesús transfigurado, y esto les basta. Sí, a la comunidad cristiana, a todo creyente, no se le da otro que Jesús; solo Él es el tesoro, la riqueza, la razón de nuestra vida y la de la misma Iglesia. Esa tienda que Pedro quería construir con sus manos en realidad la había construido Dios mismo cuando “la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1, 14). Y con el apóstol Pablo nos alegramos de poder repetir que nadie, ni el dolor ni el cansancio ni la muerte nos separarán del amor de Cristo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.