ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 8 de marzo

Homilía

“Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén”. El pasaje evangélico que hemos escuchado, con estas palabras, parece querer comenzar a recordarnos que también para nosotros se está acercando la Pascua. Y la Iglesia, con preocupación materna, a través de esta celebración nos une de nuevo al grupo de discípulos que acompañan a Jesús, el cual sube a Jerusalén para celebrar la Pascua. Para nosotros han pasado tres semanas desde que fuimos llamados a ponernos en camino, y no podemos dejar de preguntarnos, una vez más: ¿hemos sido fieles al camino que se nos ha propuesto? ¿qué hemos hecho del camino cuaresmal hasta hoy? Es fácil también para nosotros, como lo fue para los discípulos de entonces, concentrarnos más en nuestras preocupaciones que en las del Evangelio, ralentizando así nuestros pasos y alejándonos de los pensamientos del Señor. En efecto, cada vez que prevalece nuestro yo, cada vez que hacemos caso sobre todo a nuestras razones, nos alejamos del Señor y de sus hermanos. Pero el Señor vuelve a hablarnos. En la Santa Liturgia del día del Señor todos nos vemos nuevamente sumergidos en el itinerario que la Palabra de Dios traza para nosotros. No somos un pueblo que camina en ausencia de palabras y sin una meta que alcanzar. Sin embargo debemos preguntarnos si ante nuestros ojos sigue brillando la luz de esta Palabra. La fidelidad al Señor es acordarse cada día de su Palabra. Y el Señor no escatima la luz que ilumina nuestros pasos.
La lectura de pasaje extraído del libro del Éxodo nos recuerda las “diez palabras” que Dios da a Moisés en el Sinaí. Fueron las primeras que escucharon los israelitas. Y quizá han sido también para nosotros las primeras que hemos escuchado desde nuestra infancia. Los Diez Mandamientos, si se miran detenidamente, no son simplemente una serie de elevadas y universales normas morales, son mucho más. En ellos se expresa el contenido fundamental del que brota toda la ley y la profecía de los profetas, es decir, la exhortación a amar al Señor y al prójimo. Las dos tablas, estrechamente ligadas la una a la otra, no expresan otra cosa que este doble amor que debe presidir el itinerario de los creyentes. A través de ellas somos guiados hasta la meta. Sin embargo todos nosotros sabemos lo fácil que es distraerse del amor y perder de vista la meta, convirtiéndonos en presa de ese amo que continúa acechando nuestra vida. El apóstol Pedro, en su primera carta, recuerda a los cristianos que sean sobrios y velen –¡el tiempo cuaresmal es precisamente esto!- porque “Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe” (1 P 5, 8).
El evangelista Juan, en la página evangélica de hoy, nos presenta el primer viaje de Jesús hacia Jerusalén para celebrar la Pascua, como queriendo hacernos entrar desde ahora en la meta hacia la que nos dirigimos. Se podría interpretar también la escena de la expulsión de los vendedores del templo como una manifestación de celo por parte de Jesús. Por otra parte, ¿no dice el profeta: “el celo por tu casa me devorará”? Jesús, apenas vio el templo invadido por los vendedores –narra el evangelista Marcos- hizo un látigo con cuerdas y comenzó a echarlos y a volcar sus mesas. Es un Jesús especialmente duro y resuelto; no puede tolerar que la casa del Padre sea contaminada, aunque se trate de pequeños, y en cierto modo indispensables, comercios. Jesús sabe bien que en un templo donde se admiten estos pequeños negocios se llega a vender y a comprar incluso la vida de un hombre por solo treinta denarios. Pero, ¿cuál es el mercado que escandaliza a Jesús? ¿Cuál es la compra-venta que Jesús no puede soportar? Sin duda la lectura de esta página evangélica cuestiona nuestra manera de gestionar los edificios de culto y todo cuanto se relaciona con él: si realmente son lugares para la oración y el encuentro con Dios, y no más bien lugares descuidados y llenos de confusión. Así, pide a quien tiene responsabilidades pastorales poner gran atención a sí mismo y a sus comunidades, para que no los conviertan en escenarios para el propio egocentrismo, el beneficio o cualquier otra cosa que no sea el “celo por la casa del Señor”.
Pero hay otro mercado sobre el que es importante fijar nuestra atención: el que se desarrolla dentro del corazón. Es un mercado que escandaliza todavía más al Señor Jesús, porque el corazón es el verdadero templo que Dios quiere habitar. Ese mercado tiene que ver con el modo de concebir y de conducir la vida. ¡Cuántas veces se reduce la vida a una larga y avara compraventa, carente por completo de la gratuidad del amor! ¡Cuántas veces hemos constatado, empezando por nosotros mismos, la disminución de la gratuidad, de la generosidad, de la benevolencia, de la misericordia, del perdón, de la gracia! La férrea ley del interés personal, de grupo o de nación, parece presidir inexorablemente la vida de los hombres. Todos, quien más quien menos, nos afanamos por traficar para nosotros mismos y en nuestro propio beneficio, y no prestamos atención a si a partir de esa práctica crecen las malas hierbas de la arrogancia, la insaciabilidad y la voracidad. Lo que cuenta y lo que vale es la ganancia personal de cada uno, a cualquier precio.
Jesús entra una vez más en nuestra vida, como entró en el templo, y derriba este primado, las mesas de nuestros intereses mezquinos, reafirmando el primado absoluto de Dios. Es el celo que Jesús experimenta por cada uno de nosotros, por nuestro corazón, por nuestra vida, para que se abra para acoger a Dios. Por ello cada domingo el Evangelio se convierte en el látigo que Jesús usa para cambiar el corazón y la vida. Es más, cada vez que ese pequeño libro es abierto expulsa de los corazones de aquellos que lo escuchan el apego por ellos mismos, y derriba la tenacidad en el perseguir a toda costa los propios asuntos. El Evangelio es la “espada de doble filo” de la que habla el apóstol Pablo, que penetra hasta la médula para separarnos del mal. Por desgracia no pocas veces nos ponemos de parte de aquellos “judíos” que, al ver a un “laico” como era Jesús, en el territorio sacro del templo, se escandalizan y piden razón de tan brusca e “irreverente” intervención. “¿Qué signo nos muestras para obrar así?”, le preguntan a Jesús. Es la sorda oposición que todavía mantenemos ante la intromisión del Evangelio en nuestras vidas. El mal y el pecado, el orgullo y el egoísmo, tratan por todos los medios de obstaculizar la intromisión del amor en la vida del mundo. Y sin embargo es precisamente acogiendo el amor del Señor que encontramos la salvación. Hoy más que nunca es necesario dejarse fustigar por el Evangelio, para ser liberado de la ley del mercado y entrar así en el templo del amor que es Jesús mismo.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.