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Domingo de Ramos
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Libretto DEL GIORNO
Domingo de Ramos
Domingo 29 de marzo

Homilía

Hoy comienza la Semana Santa o Semana de Pasión. Es santa porque en el centro está el Señor, y es de pasión porque contemplamos a Jesús, hombre lleno de pasión y rico en misericordia. El apóstol Pablo lo escribió a los Filipenses: “Se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”. ¿Cómo permanecer neutral ante lo que veremos? La pasión de Jesús, como la debilidad y el dolor de los hombres, no es un espectáculo a contemplar con indiferencia. Por desgracia es fácil permanecer como espectadores, preocupados solo por no verse involucrados directamente, o sintiendo piedad en la distancia. La de Jesús es una pasión de amor, que revela nuestra frialdad y la mezquindad de tantas pequeñas y distorsionadas pasiones que agitan nuestro corazón. Jesús no nos cambia con una ley sino con un amor grande. Si nos preguntamos por qué es condenado Jesús, se podrían dar muchos motivos: porque se prefieren los sacrificios de la ley a la misericordia, por la molestia y el miedo de un amor sin límites, por la malicia de los astutos, por la idolatría del dinero, por la desconfianza de quien se siente justo, por las costumbres y las tradiciones del amor por nosotros mismos, más fuertes incluso que la humanidad. En realidad Jesús es el hombre, que debe ser defendido, protegido, amado. No basta con no hacer el mal, tener las manos limpias, no decidir; es necesario amar a ese hombre. Quien no elige el amor acaba por ser cómplice del mal.
Jesús entra en Jerusalén como un rey. La gente parece intuirlo y extiende los mantos a lo largo del camino como era costumbre en Oriente al paso del soberano. En el segundo libro de los Reyes se lee que para festejar la elección de Jehú como rey de Israel “cada uno se apresuró a tomar su manto y lo colocó a sus pies sobre el empedrado” (9, 13). También los ramos de olivo, tomados de los campos y esparcidos a lo largo del camino de Jesús, hacen de alfombra. El grito de “Hosanna” (en hebreo significa “¡Ayuda!”) expresa la necesidad de salvación que sentía la gente. Finalmente llegaba el salvador. Jesús entra en Jerusalén y en las ciudades de hoy como aquel que puede sacarnos de nuestras esclavitudes y hacernos partícipes de una vida más humana y solidaria. Sin embargo su rostro no es el rostro de un poderoso o de un fuerte, sino el de un hombre manso y humilde.
Transcurridos solo seis días desde la entrada triunfal en Jerusalén su rostro se convertirá en el de un crucificado. Es la paradoja del domingo de Ramos, que nos hace vivir a la vez el triunfo y la pasión de Jesús. La liturgia, con la narración del Evangelio de la Pasión tras la lectura del Evangelio de la entrada en Jerusalén, como para subrayar la brevedad del espacio que separa el “¡Hosanna!” del “¡Crucifícalo!”, muestra rápidamente este rostro que se convierte en el de un crucificado. La entrada de Jesús en la ciudad santa es ciertamente la de un rey, pero la única corona que le pondrán sobre la cabeza en las próximas horas será de espinas, el único cetro será una caña y el manto una vestimenta de púrpura a modo de burla. Los ramos de olivo que hoy son el signo de la fiesta, en unos días, en el huerto donde solía retirarse a orar, le verán sudar sangre por la angustia de la muerte.
Jesús no huye, toma su cruz y con ella sube hasta el Gólgota, donde es crucificado. Aquella muerte, que a los ojos de la mayoría pareció una derrota, fue en realidad una victoria: era la lógica conclusión de una vida gastada por el Señor. Verdaderamente solo Dios podía vivir y morir de aquel modo, es decir, olvidándose de sí mismo para darse totalmente a los demás. Y de esto se da cuenta un militar pagano. El evangelista Marcos escribe: “Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: ‘Verdaderamente éste era Hijo de Dios’” (Mc 15, 39).
¿Quién entiende a Jesús? Los niños. Son ellos quienes le acogen mientras entra en Jerusalén. “Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”, había dicho Jesús. Es lo que le sucede a Pedro: cuando se echa a llorar como un niño comienza a entenderse a sí mismo. Nosotros somos como él. Cuando Jesús le reveló a Pedro que sería entregado a la muerte, éste se enfureció: quería vencer, no perder, y por eso no podía aceptar su debilidad. La elección de Jesús de ser un siervo escandaliza a un hombre adulto, convencido de la necesidad de la fuerza, seguro de que solo ella pude resolver los problemas, que no sabe creer en la ingenuidad del amor. Pedro confía en su orgullo: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré”, le replica a Jesús. Se cree bueno, pero duerme cuando Jesús le pide velar tan solo una hora con él: está como embrutecido, insatisfecho, triste, desganado. En realidad no sabe rezar. Duerme y deja solo a Jesús. Y luego quizá fue él quien empuñó la espada, creyendo defender a su amigo con la violencia. Sueño y violencia se alternan. Pedro trata solo de salvarse: deja solo y se queda solo. Traiciona el amor pero lo necesita. Se avergüenza de Jesús, un débil, un vencido. Tiene miedo y niega la amistad. Son nuestras traiciones. Pero al final, viendo las consecuencias del mal, Pedro llora. Entra de nuevo en sí mismo, recuerda, entiende, se libera de su orgullo, se arrepiente.
En esta semana convirtámonos en hombres verdaderos como Pedro; lloremos como niños, pidiendo perdón por nuestro pecado. Conmovámonos ante el drama de tantos pobres cristos que con su cruz nos recuerdan el sufrimiento y el “vía crucis” de Jesús. Escojamos no escapar más, no seguirle más desde lejos, sino quedarnos cerca de él y quererle. Tomemos en nuestras manos el Evangelio y hagamos compañía a Jesús. Oremos con fe. El olivo que llevamos en las manos es signo de paz: nos recuerda que el Señor quiere la paz, dona la paz. Ese olivo nos acompañará en nuestras casas para recordarnos lo mucho que Dios nos quiere. Él es nuestra paz, porque no tiene enemigos y no se salva a sí mismo. El amor vence al mal. ¿Queremos también nosotros aprender un amor así? ¿Queremos ser hombres y mujeres de paz como Jesús? La pasión es el camino de la alegría. Recorrámosla con Jesús para resucitar con él.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.