ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 16 de abril


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 3,31-36

El que viene de arriba
está por encima de todos:
el que es de la tierra,
es de la tierra y habla de la tierra.
El que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído,
y su testimonio nadie lo acepta. El que acepta su testimonio
certifica que Dios es veraz. Porque aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios,
porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo
y ha puesto todo en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna;
el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida,
sino que la cólera de Dios permanece sobre él.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje evangélico vuelve a proponer la centralidad de la fe en Jesús para el creyente. De aquí la invitación a alzar la mirada de las cosas de la tierra, de las costumbres arraigadas, de las convicciones previsibles, incluso religiosas, para poder contemplar a Jesús. También nosotros recibimos hoy esta invitación y la necesitamos. De hecho, ¡cuántas veces nos abandonamos a una vida banal y perezosa resignándonos a un mundo sin un futuro de esperanza para nosotros ni para los demás! El evangelista nos anima a dirigir la mirada hacia Jesús: él “viene de arriba, del cielo” y “está por encima de todos”. Jesús es la verdadera esperanza para nosotros y para el mundo. Ha bajado del cielo para estar junto a nosotros y comunicarnos la vida que vive de modo único con el Padre del cielo: “Él – es quizá el Bautista el que habla a sus seguidores – da testimonio de lo que ha visto y oído”. Jesús ha venido a la tierra para revelar el misterio mismo de Dios que de otro modo habría permanecido impenetrable. Por ello, él no ha venido para afirmarse a sí mismo ni para presentar proyectos personales por realizar, como en general sucede para cada uno de nosotros. Jesús ha bajado del cielo para comunicar a los hombres “las palabras de Dios” y para dar “el Espíritu sin medida”. De aquí se deriva el honor y la devoción que debemos tener por las Santas Escrituras: estas contienen “las palabras de Dios”. Cada día se nos llama a escucharlas y a meditarlas hasta hacerlas nuestras. La Biblia es para nosotros no un libro cualquiera, sino el cofre que contiene los pensamientos mismos de Dios. Por esto debemos abrirlo, saborearlo página tras página dejándonos guiar por el “Espíritu” que se nos ha dado “sin medida” también para esto. No es posible entender el sentido profundo de las Santas Escrituras sin la ayuda del Espíritu. Este se nos ha dado abundantemente, “sin medida” para que nos dejemos conducir en la escucha y en la interpretación de las Santas Escrituras. Más allá del significado literal de las palabras bíblicas hay uno más profundo, espiritual, que nos ayuda a unir las palabras de la Biblia y lo que estamos viviendo. La vinculación entre la Biblia y la historia, entre las palabras bíblicas que escuchamos y nuestra vida en lo concreto de la existencia es obra del Espíritu. Por esto la escucha de las Santas Escrituras se realiza en un clima de oración: necesitamos el Espíritu de Dios para comprender la Palabra de Dios. Por esto la escucha continuada de las Santas Escrituras, en un clima de oración, obligará a nuestros corazones a cambiar, a convertirse en instrumentos en las manos de Dios para hacer que nuestro mundo se impregne más del amor del Señor. El evangelista escribe: “El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano”. Es la fuerza para cambiar el mundo, para derrotar al mal y hacer crecer el bien, que el Señor ha vivido en primer lugar y que concede también a quienes creen en él.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.