ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 19 de abril

Homilía

El Señor resucitado no se aparece solo una vez, sigue manifestándose. Encuentra a sus discípulos incrédulos, estupefactos, llenos de dudas, que se dejan absorber con facilidad por la vida siempre. Le toman por un fantasma. Jesús conoce la debilidad de nuestra vida y con qué facilidad somos desconcertados ante el mal, la incertidumbre, el sentido de fin, las dificultades. Turbación y mezquindad, miedo y agresividad, temor y puertas cerradas: los discípulos piensan que son realistas, personas que saben cómo van las cosas. Han visto, han quedado desilusionados, ya no quieren abandonarse a la confianza, se sienten con derecho a vivir tal como son, sin escuchar y sin cambiar. Esto es verdadero también para nosotros. ¡Con qué facilidad nos aprisiona la lógica de las cosas, nos vuelven duros las desilusiones, en el fondo nos condiciona el mal que quiere impedir la esperanza, que desaconseja la confianza! Todos los discípulos son agitados por las dudas y la incertidumbre. ¿Cómo hacer para seguir creyendo que el amor vencerá en un mundo donde se afirman la astucia, las armas, el poder, la autosuficiencia y la agresividad? El mal endurece el corazón, aconseja no dejarse dominar por ninguna pasión hacia los demás, conservar solo lo que se es y se posee. No es maldad, pero tampoco querer. Se juzga sin amar, porque ya no hay amor: ha terminado, se ha perdido, se ha eliminado. Para algunos de los discípulos, las dudas de siempre, las durezas, las incomprensiones hacia un maestro tan diferente de su mentalidad, vuelven a surgir quizá después de su muerte, sin oponer resistencia. ¡Tal vez vuelven a discutir entre ellos, como cuando debían determinar quién era el más grande!
Los dos discípulos que se dirigían a Emaús habían regresado con prisa a Jerusalén y estaban contando a los demás lo que les había sucedido: un peregrino se les había acercado, había hecho arder su corazón y finalmente le habían reconocido. Era Jesús, aquel hombre que había partido el pan para ellos, que había aceptado la súplica de que se quedara porque estaba atardeciendo y se había quedado. El día de Pascua puede no acabar. Las oscuridades de la noche no prevalecen, la tristeza puede encontrar alegría y esperanza verdadera. Estaban hablando de estas cosas cuando Jesús “en persona” se presenta en medio de ellos y les saluda otra vez diciéndoles: “La paz con vosotros”. Jesús no parece escandalizado por su incredulidad. Da la paz a quien está confuso, vacilante, dudoso, incrédulo, apegado a sus propias convicciones con obstinación, a quien es tardo de corazón. ¡Cuánto necesitamos esta paz! Paz y comunión, alegría de vivir. La paz es un corazón nuevo que regenera el viejo, la paz es la energía que vuelve a dar vida y esperanza a la vida de siempre, la paz es algo que me entiende en lo profundo, también lo que yo no sé explicar, lo que no me humilla en mi debilidad y en mi pecado sino que continúa queriéndome consigo y hablándome. La paz es alguien con quien puedo contar. La paz no es el pequeño éxito individual, la satisfacción del orgullo. La paz con vosotros, vacilantes, contradictorios, dubitativos, obstinados, dice Jesús. Jesús es la paz que vence toda división, la paz del corazón, que libera de muchos pesos que nos cierran y nos vuelven tristes. Es la paz entre el cielo y la tierra.
Los discípulos están estupefactos y atemorizados. Hablaban precisamente de él y sin embargo no saben reconocerle. Se aferran a sus dudas. Hay una tentación sutil en la duda, que se convierte en el camino para no elegir nunca, para mantener siempre una reserva interior. La duda llega sola, pero cultivarla y recrearse en ella termina por hacernos creer astutos e inteligentes entristeciéndonos; y Jesús se convierte en un fantasma y los fantasmas dan miedo, son una presencia irreal, intangible. Jesús ya se les había aparecido, pero les cuesta creer y reconocerle vivo y presente en medio de ellos. Parece que permanece como un fantasma, irreal, virtual, todas las sensaciones y ningún cuerpo. Sin embargo, Jesús sigue amándoles, “abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras”. En efecto, solo escuchando el Evangelio el corazón se abre a la comprensión. Al acoger y encontrar el cuerpo de Jesús, y no un fantasma, se abre la mente a la inteligencia. Jesús no quiere solo liberar a los suyos del temor y el miedo, no quiere solo mostrar concretamente la fuerza de su resurrección, pide que seamos testigos, que nos convirtamos en hombres que esperan y creen que todas las heridas pueden ser curadas. Él quiere que seamos testigos apasionados y no funcionarios inseguros y prudentes; testigos alegres y no discípulos miedosos protegidos por las puertas cerradas; testigos que viven lo que comunican y que al comunicarlo aprenden a vivirlo. Quiere que seamos testigos para que nos opongamos a la ley de lo imposible que todo lo sabe, pero mata la esperanza. Se nos invita a ser testigos que creen en la fuerza de amor que convierte en nuevo lo que es viejo y nos vuelve a llamar de la muerte a la vida.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.