ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

Fiesta de la Trinidad
Fiesta de la Visitación de María a Isabel
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 31 de mayo

Homilía

Después de Pentecostés, la liturgia celebra la fiesta de la Santísima Trinidad; y no es casual la relación entre la Iglesia, que da sus primeros pasos el día de Pentecostés, y el misterio de la Trinidad. Los discípulos, tras haber recibido el Espíritu Santo, salen del Cenáculo, donde se encontraban “por miedo” y comienzan a comunicar el Evangelio y a bautizar a quienes se convierten a la fe. Obedecían así al último mandato de Jesús: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). El día de Pentecostés la confusión de las lenguas y la división del género humano, simbolizadas por Babel (Gn 11,1-9), fueron vencidas por la predicación evangélica que, sin destruir las diferencias de las lenguas, reunía a los pueblos de la tierra en la única familia de Dios.
En la fiesta de la Trinidad Dios rasga el velo que cubre su misterio, rompe el silencio sobre su vida (la palabra griega mysterion significa, precisamente, callar) y nos permite entender la verdad sobre el mundo, que está hecho a su imagen y semejanza. Las Escrituras subrayan en todas sus páginas la inconocibilidad del misterio de Dios. Él vive en una luz inalcanzable que “el hombre no puede ver y seguir con vida”. Dios mismo rompe el silencio, y solo él podía hacerlo, para revelarse a los hombres “por medio de pruebas, señales, prodigios, en la guerra, con mano fuerte y tenso brazo”, como dice la lectura de hoy, que aborda el primero de los tres discursos solemnes de Moisés en el Deuteronomio. Y eso no es todo: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Hb 1, 1-2), añade la Carta a los Hebreos; y el día de Pentecostés el Señor, Dios del cielo, derrama el Espíritu Santo sobre los discípulos para que fuera él, tal como había dicho el mismo Jesús, quien les guiara hacia la verdad entera.
Pues bien, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que hoy contemplamos en la Trinidad, son la raíz, la fuente, el puntal de la Iglesia que nació el día de Pentecostés, signo de la unidad de todo el género humano. La Iglesia no nace desde “abajo”, es decir, no es el resultado de la convergencia de los intereses de las personas que la forman, no es el fruto del compromiso o del ímpetu de corazones generosos, no es la suma de muchas personas que deciden estar juntas, no es la asociación de personas de buena voluntad para hacer realidad un objetivo noble. La Iglesia viene de las alturas, del cielo, de Dios. Y más exactamente, de un Dios que es “comunión” de tres Personas. Estas, digamos alguna palabra al respecto, se quieren tanto entre ellas que son una sola cosa. De esa Comunión de amor nace la Iglesia y hacia esa Comunión camina, arrastrando con ella a toda la creación. La Trinidad es origen y término de la Iglesia, igual que es origen y término de la misma creación.
Por eso la Iglesia es, ante todo y sobre todo, misterio, misterio que hay que contemplar, acoger, respetar, custodiar y amar; y es un misterio de comunión. Solo desde ese punto de vista se puede comprender la Iglesia como comunidad, como cuerpo estructurado. Por tanto, quien escucha el Evangelio con el corazón no solo es acogido en una comunidad organizada, sino que sobre todo es acogido en el misterio mismo de la Trinidad, en la comunión con Dios. Nosotros vivimos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo; y es un gran e inestimable don, pero también es un cometido. La Iglesia que nace en Pentecostés no es neutra. Tiene en su constitución una vocación: el servicio de la unidad y de la comunión. Mientras que el mundo en el que vivimos parece estar cautivado por los egoísmos de personas, de grupos, de categorías o de naciones que no saben (y a menudo no quieren) levantar la mirada más allá de su particularismo, más allá de sus intereses considerados nacionales, la Iglesia de Pentecostés, nacida de la Trinidad, tiene la tarea de recomponer la carne lacerada del mundo, de volver a tejer la comunión entre los pueblos. El Espíritu infundido en la comunidad de creyentes da una nueva energía, como escribe Pablo en la Carta a los romanos: “Vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos” (Rm 8, 15); y Jesús, antes de enviar a los apóstoles, les dice: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
La fuerza que el Señor da a sus hijos cura la carne de la humanidad herida por la injusticia, por la codicia, por el abuso y la guerra, y constituye la energía para levantarse y encaminarse hacia la comunión. Era el designio de Dios desde el inicio de la creación. Existe, en efecto, una correspondencia entre el proceso creativo y la vida interna de Dios. No es ninguna casualidad que dijera: “No es bueno que el hombre esté solo”. El hombre (inicialmente significaba tanto hombre como mujer) no había sido creado a imagen de un Dios solitario, sino de un Dios amor. Cada persona y la humanidad entera no serán ellas mismas fuera de la comunión, solo se podrán salvar en la comunión. El Vaticano II recuerda a todos los creyentes que Dios no quiso salvar a los hombres uno a uno, sino reuniéndoles en un pueblo santo. La Iglesia nacida de la comunión y destinada a la comunión está en medio de la historia de nuestro tiempo como levadura de amor. Es una tarea elevada y urgente que hace que las disputas y las incomprensiones internas sean realmente mezquinas (y culpables). Tenía razón el gran Patriarca Atenágoras, cuando afirmaba que habría sido peligroso un mundo que se globalizaba sin el ímpetu de la unidad de las Iglesias cristianas. En efecto, una globalización sin el espíritu cristiano corre el riesgo de quedarse sin alma, y por desgracia no falta la confirmación de esto. La fiesta de la Trinidad es una invitación apremiante a los cristianos para que se encaminen con más decisión hacia su unidad visible para ser levadura de comunión entre los pueblos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.