ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

XIII del tiempo ordinario
Recuerdo de san Ireneo, obispo de Lión y mártir (130-202). Fue desde Anatolia hasta Galia, la actual Francia, para predicar el Evangelio.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 28 de junio

Homilía

“Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Él lo creó todo para que subsistiera” (Sb 1,13-14). Estas palabras extraídas del libro de la Sabiduría nos introducen a la lectura del largo pasaje evangélico de este decimotercer domingo. En estas palabras se ve clara la voluntad de Dios sobre toda la creación: "Dios no hizo la muerte... Sí, Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo”. Así pues, desde que la muerte entró en la historia humana, forma parte de la “naturaleza” de Dios luchar contra la muerte para que prevalezca la vida, el bien y la felicidad. La obra de Jesús no es más que hacer realidad esta voluntad de Dios. Y lo vemos en cada página evangélica.
La escena que Marcos nos presenta es más bien común en la vida pública de Jesús: una muchedumbre de necesitados se agolpa su alrededor buscando curación y consuelo. Incluso uno de los líderes de la sinagoga de Cafarnaún, abriéndose paso entre la gente, se le acerca y le implora: "Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva”. Con toda probabilidad Jairo –Mateo recuerda su nombre tal vez porque todavía era conocido en la primera comunidad– conoce a Jesús porque asiste habitualmente a la sinagoga, y ha podido apreciar su piedad, su profundidad de espíritu, su bondad y su extraordinaria misericordia. Está totalmente desesperado, no sabe a quién recurrir, y entonces se acerca a Jesús. Tal vez piense en su interior: “basta que este hombre de Dios imponga sus manos sobre mi hija para que se cure”. Frente a la impotencia de los hombres, la única esperanza está en el Señor. Y en eso nos sentimos muy próximos al jefe de la sinagoga: en la desesperación, aquel hombre, que seguramente es uno de los poderosos de Cafarnaún, se despoja del orgullo de jefe, de la arrogancia del poder y de la seguridad de la dignidad social. Se arrodilla y no se avergüenza de suplicar ayuda. Sus palabras no son un largo discurso sino una oración simple y al mismo tiempo dramática. Jesús no deja que pase ni un momento y “se fue con él”.
Durante el trayecto se produce el singular episodio de la curación de la hemorroísa. El evangelista parece subrayar que la misericordia del Señor es sobreabundante y es derramada sobre todos los que quieren ponerse en contacto con Jesús. El paso del Señor entre los hombres siempre deja huella. Una mujer, que lleva doce años sufriendo hemorragias sin que los médicos puedan hacer nada, está desesperada. Piensa que el único que puede ayudarla es precisamente Jesús. Tal vez es tímida y no quiere destacar; en cualquier caso, parece no querer molestar. Tiene tanta confianza en aquel joven profeta bueno que cree que es suficiente tocarle los vestidos para curarse. Es una confianza simple que se manifiesta en un gesto todavía más simple. Se abre paso entre la gente y llega a tocar los vestidos de Jesús. No es difícil imaginar su emoción mientras alarga la mano para tocar los vestidos; no el cuerpo ni la capa. ¡Qué lección para nosotros, que a menudo recibimos el mismo cuerpo de Jesús de cualquier manera o como algo demasiado habitual!
Aquella mujer pensó en hacerlo todo a escondidas. Y, efectivamente, nadie se dio cuenta de nada. Por otra parte, tampoco nadie se había preocupado excesivamente de su enfermedad. Pero Jesús sí, y advierte la fuerza que sale de él. Se dirige a los discípulos y les pregunta quién le ha tocado. En su obtusa sensatez, los discípulos le dicen a Jesús que es difícil contestar su pregunta: “Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ¿Quién me ha tocado?". Jesús mira a su alrededor para ver quién le ha tocado. En el contacto con Jesús no hay anonimato, no hay un rebaño todo igual y sin nombre. Hay que mirar a los demás, oírles, hablarles. Aquella mujer contesta a la mirada de Jesús, mira a los ojos al joven profeta y se echa a sus pies. Y Jesús le dice: "Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad”. Desde aquel momento se corta el flujo de sangre y se cura. "Tu fe te ha salvado", dice Jesús. La fe de aquella mujer –es decir su confianza en él– hace que Jesús cumpla el milagro.
Eso es lo que sucede también en la curación de la hija del jefe de la sinagoga. Cuando se difunde la noticia de la muerte de la joven, todos pierden la esperanza de que se cure y piden que no molesten al maestro de Nazaret. Quizás también Jairo está a punto de resignarse. Los galileos conocen bien su impotencia, y no la gran misericordia de Dios. Pero Jesús, que ya ha contestado a la oración del jefe de la sinagoga, lo exhorta a no perder la esperanza. Se podría decir que responde sus oraciones más allá de lo que se podía esperar: él quería que su hija se curase de la enfermedad; Jesús la resucita de la muerte. Sucede siempre lo mismo cuando la oración se hace con fe. Jesús le dice a aquel hombre desesperado: "No temas; solamente ten fe". Al llegar a casa de Jairo, frente al llanto y a los gritos de la gente Jesús dice a todo el mundo que se tranquilice, porque “la niña no ha muerto; está dormida”. Todos, como pasa a menudo frente al Evangelio cuando va más allá de nuestra sensatez, se burlan y se ríen de él. Pero él los echa a todos y entra con los más allegados a la casa.
En el lenguaje bíblico la muerte se entiende como una dormición en espera del despertar. Los muertos yacen como en el sueño y esperan la voz del mismo Señor que les despierte. Así está Jesús frente a la niña. Y él, Verbo del Padre, la llama: "Muchacha, a ti te digo, levántate". La toma de la mano y la pone de pie. Está escrito: el justo "aunque caiga, no queda tirado, pues el Señor lo sostiene por la mano" (Sal 37,24). "La muchacha se levantó al instante –precisa el evangelista– y se puso a andar": había vuelto a la vida. La muerte ya no es invencible. La misericordia de Dios es más fuerte. Y sobre esa misericordia edificamos nuestra vida, como el hombre sabio que construye su casa sobre la roca.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.