ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 9 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Génesis 44,18-21.23-29.1-5

Entonces se le acercó Judá y le dijo: "Con permiso, señor, tu siervo va a pronunciar una palabra a los oídos de mi señor, y que no se encienda tu ira contra tu siervo, pues tú eres como el mismo Faraón. Mi señor preguntó a sus siervos: "¿Tenéis padre o algún hermano?" Y nosotros dijimos a mi señor: ""Sí, tenemos padre anciano, y un hijo pequeño de su ancianidad. Otro hermano de éste murió; sólo le ha quedado éste de su madre, y su padre le quiere." Entonces tú dijiste a tus siervos: "Bajádmelo, que ponga mis ojos sobre él." Pero dijiste a tus siervos: "Pues si no baja vuestro hermano menor con vosotros, no volveréis a verme la cara." Así pues, cuando subimos nosotros a mi padre, tu siervo, le expusimos las palabras de mi señor. Nuestro padre dijo: "Volved y compradnos algo de comer." Dijimos: "No podemos bajar, a menos que nuestro hermano pequeño vaya con nosotros. En ese caso sí bajaríamos. Porque no podemos presentarnos a aquel hombre si no está con nosotros nuestro hermano el pequeño." Mi padre, tu siervo, nos dijo: "Bien sabéis que mi mujer me dio a los dos: el uno se me marchó, y dije que seguramente habría sido despedazado, y no le he vuelto a ver más hasta ahora. Y ahora os lleváis también a éste de mi presencia, y le ocurre alguna desgracia, y habréis hecho bajar mi ancianidad al seol con amargura." Ya no pudo José contenerse delante de todos los que en pie le asistían y exclamó: "Echad a todo el mundo de mi lado." Y no quedó nadie con él mientras se daba a conocer José a sus hermanos. (Y se echó a llorar a gritos, y lo oyeron los egipcios, y lo oyó hasta la casa de Faraón.) José dijo a sus hermanos: "Yo soy José. ¿Vive aún mi padre?" Sus hermanos no podían contestarle, porque se habían quedado atónitos ante él. José dijo a sus hermanos: "Vamos, acercaos a mí." Se acercaron, y él continuó: "Yo soy vuestro hermano José, a quien vendisteis a los egipcios. Ahora bien, no os pese mal, ni os dé enojo el haberme vendido acá, pues para salvar vidas me envió Dios delante de vosotros.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Judá, uno de los hermanos, finalmente asume su responsabilidad. No se esconde detrás del engaño, no piensa que se puede salvar callando o explicando mentiras. La reconciliación empieza cuando habla con el corazón abierto a José, al que todavía no ha reconocido. En realidad, también a ellos les cuesta encontrar a su hermano. Lo descubren cuando finalmente hablan de su padre, del dolor que provocó la muerte de uno de los dos hijos que su esposa le había dado. Ellos, cuando lo tiraron al pozo para matarlo, no pensaron en absoluto ni en su hermano ni en su padre. Ahora sí. Y lo defienden. Recuperamos el camino de la fraternidad cuando nos hacemos cargo de nuestro hermano, nos convertimos en su guardián y comprendemos el dolor del padre. Frente a las palabras sinceras de Judá y al dolor del padre, ni siquiera José puede aguantarse y cuando se queda a solas con sus hermanos, en la intimidad, finalmente se revela y estalla a llorar. También Jesús llorará frente a las ovejas abatidas porque no tienen pastor. Llorará porque Jerusalén no escuchó su palabra de cambio. Al reconocerlo, los hermanos quedan horrorizados. Los hermanos no podían hablar afablemente con José a causa de la envidia y de la división. Pero la misericordia termina por enternecer su corazón y les permite volverse a encontrar. Ellos temen la venganza humana. José, como Jesús, les revela que ha sido enviado por Dios para salvarles y que su misericordia lo serena todo, incluso el dolor. José carga con las dificultades de sus hermanos para que puedan vivir. Como Jesús.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.