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Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias

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Recuerdo de san Benito (†547), padre de los monjes de Occidente, a los que guía con la regla que lleva su nombre. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 11 de julio

Recuerdo de san Benito (†547), padre de los monjes de Occidente, a los que guía con la regla que lleva su nombre.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Génesis 49,29-33; 50,15-26

Luego les dio este encargo: "Yo voy a reunirme con los míos. Sepultadme junto a mis padres en la cueva que está en el campo de Efrón el hitita, en la cueva que está en el campo de la Makpelá, enfrente de Mambré, en el país de Canaán, el campo que compró Abraham a Efrón el hitita, como propiedad sepulcral: allí sepultaron a Abraham y a su mujer Sara; allí sepultaron a Isaac y a su mujer Rebeca, y allí sepulté yo a Lía. Dicho campo y la cueva que en él hay fueron adquiridos de los hititas." Y en habiendo acabado Jacob de hacer encargos a sus hijos, recogió sus piernas en el lecho, expiró y se reunió con los suyos. Vieron los hermanos de José que había muerto su padre y dijeron: "A ver si José nos guarda rencor y nos devuelve todo el daño que le hicimos." Por eso mandaron a José este recado: "Tu padre encargó antes de su muerte: Así diréis a José: Por favor, perdona el crimen de tus hermanos y su pecado. Cierto que te hicieron daño, pero ahora tú perdona el crimen de los siervos del Dios de tu padre." Y José lloró mientras le hablaban. Fueron entonces sus hermanos personalmente y cayendo delante de él dijeron: "Henos aquí, esclavos tuyos somos." Replicóles José: "No temáis, ¿estoy yo acaso en vez de Dios? Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso. Así que no temáis; yo os mantendré a vosotros y a vuestros pequeñuelos." Y les consoló y les habló con afecto. José permaneció en Egipto junto con la familia de su padre, y alcanzó José la edad de 110 años. José vio a los biznietos de Efraím; asimismo los hijos de Makir, hijo de Manasés, nacieron sobre las rodillas de José. Por último, José dijo a sus hermanos: "Yo muero, pero Dios se ocupará sin falta de vosotros y os hará subir de este país al país que juró a Abraham, a Isaac y a Jacob." José hizo jurar a los hijos de Israel, diciendo: "Dios os visitará sin falta, y entonces os llevaréis mis huesos de aquí." Y José murió a la edad de 110 años; le embalsamaron, y se le puso en una caja en Egipto.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jacob ha recuperado a su hijo predilecto, José. Pide a los suyos que le entierren donde yacían Abraham y Sara, Isaac, Rebeca y Lía. La muerte es descrita como reunirse con los antepasados. Del mismo modo que recibimos la vida en una historia, también la muerte es nacer a una vida en la que encontramos nuevamente a aquellos que nos engendraron, junto a Aquel que es el creador y el autor de la vida. Los hermanos de José empiezan a tener miedo. El pecado, a pesar de la reconciliación a la que habían llegado con su hermano, deja siempre un rastro de miedo, hace ver el mal donde no lo hay, se convierte en una sombra que condiciona, llena de desconfianza y de sospecha, aconseja pensar mal e inspira a defenderse. Los hermanos demuestran que creen poco en el amor y en el perdón. El pecado siempre parece más convincente que el perdón. Entre los hermanos, conscientes de su pecado, resurge inmediatamente el miedo. Se preguntan si, una vez muerto el padre, José les tratará como enemigos y les devolverá finalmente todo el mal que habían hecho. En el fondo se sienten indefensos sin el padre, aquel padre al que habían humillado matando al mismo José. Intentan defenderse utilizando precisamente al padre para defender la fraternidad que ellos habían destruido. Muchas veces pensamos que somos inteligentes, prudentes, e incluso pensamos que nos defendemos del mal. Pero en realidad, el mal nos domina. A los hermanos les cuesta enormemente creer en la reconciliación, en la misericordia. En el fondo continúan pensando que también José piensa como ellos. Pero José es distinto de verdad, y como los hombres realmente creyentes y que respetan la paternidad, no deja que el mal (que siempre tiene raíces largas y profundas) le condicione. José conoce su debilidad y demuestra que conoce su humildad, aquella humildad que a menudo los hombres olvidan, creyendo que son Dios y alardeando de su orgullo y de su poder. ¡Él sabe que no es Dios! "Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir, como hoy ocurre, a un pueblo numeroso". El mal multiplica el mal y contamina el amor, y solo eso puede romper las cadenas y la lógica que lo reproduce. José consuela a los suyos. El amor libra de las sombras largas del pecado, que sin la reconciliación lo ensombrecen todo incluso pasados los años. José no solo no los trata como esclavos, como ellos habían hecho con él, sino que continúa protegiéndoles en las dificultades futuras. Tiene visiones hasta el final y enseña a los suyos a confiar en Dios que irá a visitarles y les ayudará a salir del país para ir hacia el país que había prometido mediante juramento a Abraham, a Isaac y a Jacob. La fuerza de José era solo la fe en Dios. Es la fuerza de los creyentes.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.