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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 12 de julio

Homilía

“Llama a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos.” Así empieza el pasaje del Evangelio de Marcos que escuchamos este domingo. Jesús los llamó y los envió. Estos dos verbos (llamar y enviar) se puede decir que resumen toda la identidad del discípulo y de toda comunidad cristiana. Estas palabras, de hecho, con lo que significan, no están reservadas a grupos particulares o a personas privilegiadas. Todos los cristianos están llamados a estar con Jesús y a ser enviados para comunicar el Evangelio al mundo. El Concilio Vaticano II habla con extrema claridad de esta misión que se confía a toda la Iglesia: “La Iglesia peregrina es por su misma naturaleza misionera… y es responsabilidad de cada discípulo de Cristo difundir, en la medida que le sea posible, la fe”. El cristiano, pues, es ante todo alguien llamado, un convocado por Dios. Hablando en propiedad, uno no se hace cristiano por decisión propia; uno se hace cristiano en respuesta (obviamente libre) a una llamada precedente. Sí, hay un amor que es anterior a nuestra respuesta. Pablo, en el espléndido inicio de la Epístola a los Efesios, nos lo recuerda: en Cristo, el Padre “nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad” (Ef 1,4-6).
Toda la tradición del Antiguo Testamento, a partir de Abraham, pone a Dios como origen de todo llamamiento; la iniciativa de iniciar la historia de salvación del pueblo de Israel es toda del Señor. "Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció", escribe el autor de la carta a los Hebreos (11,8), mostrando así a los cristianos el paradigma de la fe. En las narraciones de las vocaciones proféticas emerge siempre la primacía del llamamiento divino. Emblemático es el caso de Amós. No fue él quien eligió. Tampoco él fue a ninguna parte. El Señor lo tomó ("El Señor me tomó de detrás del rebaño") y lo puso frente a las injusticias del poder político. Tuvo que hacer frente incluso a las frías consideraciones del “capellán de corte”, el sacerdote Amasías, que lo exhortaba, como pasa a menudo, a seguir una egoísta prudencia. Amós contesta al sacerdote que sus palabras no son fruto de una decisión personal asociada a determinadas perspectivas. Es Dios mismo, quien lo ha llevado a la misión profética: “Yo no soy profeta, ni soy hijo de profeta, yo soy vaquero y picador de sicómoros. Pero el Señor me tomó de detrás del rebaño, y el Señor me dijo: 'Ve y profetiza a mi pueblo Israel' (Am 7,14-15). Podríamos decir que cada uno de nosotros era (y a menudo todavía es) picador de sicómoros. Y no es extraño que, a pesar del llamamiento que Dios nos hace cada domingo, nosotros continuemos cultivando nuestros sicómoros personales.
Pero el Señor continúa llamándonos, y no una sola vez, arrancándonos de un destino triste y gris. La llamada es siempre para hacer el servicio de comunicar, con las palabras y con la vida, el Evangelio de Jesús hasta los extremos de la tierra. Y aquí cada uno puede encontrar su santidad. Todos los llamamientos del Señor son una invitación a acoger la misión que nos hace ir siempre más allá de nosotros mismos, más allá de los límites que cada uno traza en su vida. Para cada uno de nosotros es natural trazar límites, a ser posible, claros y definitivos, entre uno mismo y los demás, entre lo que creemos posible hacer y lo que creemos que no lo es. Ese instinto de trazar límites nace del miedo: queremos estar tranquilos y seguros, evitando lo desconocido y lo que no es familiar para nosotros. Se refuerzan así los límites que dividen a los hombres entre ellos: los límites de la cultura y las afinidades, de la edad y la clase social, de la nación y la pertenencia. Y muchos más. Son límites que separan a unos de otros y a menudo con violencia, injusticia y a veces también con la guerra. Y en cualquier caso siempre llevan a considerar al otro como un adversario, como un enemigo. Cada cual intenta estar solo con los que son similares a él, es decir, consigo mismo.
Para Jesús no es así. Él dejó incluso el cielo para venir entre nosotros, y no porque fuéramos justos, sino porque éramos pecadores. Por ese motivo Jesús no puede aceptar ni límites ni particularismos. Además, también el Padre que está en el cielo “hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45). El horizonte de Jesús es el mundo entero. Nadie es extraño a sus preocupaciones, ni siquiera el peor de los enemigos. Para el Señor todos deben ser amados y salvados. Él fue el primero que fue enviado, y obedeció: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia”, escribe Mateo (9,35). Todavía hoy Jesús no deja de conmoverse por las muchedumbres cansadas y abatidas de este mundo, en particular las más pobres que vagan como ovejas sin pastor. Y envía a los suyos “de dos en dos” para que continúen su obra de comunicación del Evangelio. Los discípulos de Jesús deben ser libres en el espíritu y universales en el corazón, especialmente en la actualidad, cuando las distancias entre las personas y los países se han acortado como no había pasado nunca y no obstante crecen a gran velocidad nuevos muros y nuevas fronteras, reclamadas por el individualismo y el particularismo de personas, grupos, etnias y naciones. Del mismo modo que Jesús no vino a salvarse a sí mismo, tampoco los cristianos viven para ellos mismos, sino para salvar a los demás.
Jesús invita a sus discípulos, de ayer y de hoy, a no tomar nada consigo, ni pan, ni alforja ni dinero (y cada uno debería preguntarse qué son hoy para nosotros el pan, la alforja y el dinero). Provistos solo con el bastón del Evangelio y con las sandalias de la misericordia, deben recorrer los caminos de los hombres predicando la conversión del corazón y curando enfermedades y dolencias. Para entrar en las casas de los hombres, es decir, en la morada más íntima y delicada que es su corazón, no hacen falta armas particulares. Los discípulos, indefensos y pobres, deben ir de dos en dos para que su primera predicación sea el ejemplo del amor mutuo. Además, Jesús había dicho: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros”. Así pues, ricos únicamente de la misericordia de Dios y del Evangelio, los cristianos podrán abatir los muros de división y liberar el corazón de los hombres de los límites y de los pesos que lo oprimen. Frente a esa tarea, fascinante y terrible, no podemos echarnos atrás. Y junto a los discípulos santos, decimos: "Heme aquí: envíame" (Is 6,8).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.