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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XVIII del tiempo ordinario
Recuerdo de Yaguine y Fodé, dos jóvenes de 15 y 14 años de Guinea-Conakri que murieron de frío en 1999 en el tren de aterrizaje de un avión en el que se habían escondido para llegar a Europa, donde soñaban poder estudiar. Recuerdo del beato Ceferino Jiménez Malla, mártir gitano.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 2 de agosto

Homilía

La liturgia de este domingo continúa la lectura del capítulo seis del Evangelio de Juan. Estamos en la sinagoga de Cafarnaún donde Jesús está pronunciando su conocido discurso tras la multiplicación de los panes. La gente había intentado convertirle en rey, pero Jesús había huido, primero al monte y luego a Cafarnaún. Al no verle entre ellos, empezaron a buscarlo: subieron a las barcas y fueron hacia la otra orilla. Habían saciado su hambre y no querían perder el contacto con aquel profeta. Y en efecto, lo encuentran “a la orilla del mar”. En cuanto lo vieron, con un cierto resentimiento, le dijeron: "Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?". Jesús sabía que lo buscaban por interés, pero no se escandalizó; había venido para salvarles, no para obtener su consenso, y aún menos su adulación. Él no seguía a las muchedumbres, no corría tras sus deseos, sus modas, sus peticiones. Seguía siendo para todos el maestro que guía, enseña y, si es necesario, reprende. Por eso no dejó de hablar, de exhortar y de corregir.
Así pues, habló claramente a la gente y contestó aquella pregunta: “vosotros me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado”. En efecto, habían ido a buscar a Jesús porque se habían saciado del pan que él milagrosamente había multiplicado. El problema de aquella muchedumbre era, precisamente, la saciedad; habían encontrado alguien que podía saciarles. No tenían que perderle, aunque tuvieran que atravesar el mar. Corrieron hacia él pero solo porque podía saciar su hambre. Les interesaba su poder, no su corazón. Es decir, faltaba el cariño, el amor por aquel Maestro. Y aquella ceguera afectiva debía ser eliminada, curada. Y eso es lo que Jesús iba a hacer. Les dijo: “Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna”.
Era una exhortación a superar el angosto y acuciante horizonte de la saciedad. Jesús quería que fueran más allá de la satisfacción inmediata de sus necesidades. Hay un orden de vida más alto, una dimensión de la existencia que va más allá de las preocupaciones del comer, del vestir, del hacerse una carrera, del estar tranquilo. Todas estas cosas, que sin duda son necesarias, no sacian nuestra sed, sino que dejan en nosotros una inquietud, un impulso a buscar nuevas necesidades y nuevas satisfacciones, en una carrera sin fin. Hay un alimento que no perece, dice Jesús. Para obtenerlo hay que esforzarse de cualquier modo. “Si habéis subido a las barcas y habéis cruzado el mar hasta aquí para encontrar el pan del cuerpo, ¿no haréis mucho más para encontrar el alimento que no perece?", parece decir Jesús a sus oyentes. Ellos no entienden bien esas palabras y piensan que les pide observar otros preceptos para poder obtener la continuación de aquel milagro: "¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?".
En realidad Jesús les pide una sola obra: creer en él. En otra parte del Evangelio afirma: "La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado”. No se trata ni de un precepto ni de una prescripción más sino solo de dejar que Jesús y su Evangelio se apoderen de nosotros y de nuestro afecto. Todo eso no es espontáneo y natural. En ciertos aspectos la fe es un “trabajo” propiamente dicho. La fe es sin duda un don de Dios, pero al mismo tiempo está en nuestras manos, y como todo trabajo requiere decisión, continuidad, aplicación, esfuerzo, decisiones y total abandono. La gente parece intuir algo y pregunta: “¿Qué signo haces para que viéndolo creamos en ti?”. No les había bastado el milagro del día anterior. Y era evidente: aquello bastaba para satisfacer las necesidades del cuerpo, pero cuando se trata de la vida, se piden otras muchas garantías. Pero estas, que se pueden presentar en contratos comerciales, no se pueden utilizar en el plano del amor.
El amor, y con él la fe, siempre tiene un riesgo, aunque los “signos” que hizo Jesús son numerosos e increíbles. La gente estaba, y está, dominada por su propia saciedad material o es tan egocéntrica que no es capaz de ver más allá de ella misma, y por tanto no deja las orillas de su tranquila seguridad para confiar en el amor del Señor que siempre lleva mar adentro. El Señor no deja de dar el pan para fortalecernos en el camino de la fe y del amor. Jesús lo explica a los oyentes diciéndoles que el verdadero pan es el que viene del cielo, y aún más, “es el que baja del cielo y da la vida al mundo”. La muchedumbre que entiende solo la mitad, contesta: "Danos siempre ese pan". Es una petición espontánea y, a primera vista, también hermosa; querría que todos pidiéramos lo mismo. Pero eso debe salir del corazón, más que del estómago.
Y Jesús, como pasa en los momentos decisivos, contesta con claridad: "Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre”. Se entiende ahora el sentido pleno del maná del desierto y el mismo sentido de aquel pan multiplicado para cinco mil. Hay un pan –que es Jesús mismo– que está a disposición de todos; viene de Dios, pero no está lejos de nosotros, todos lo podemos recibir gratuitamente. Para nosotros, hombres y mujeres del rico mundo de Occidente, no hay espacio para “murmurar” contra Moisés, como hicieron los judíos en el desierto, y tampoco estamos en la situación de aquellos cinco mil que se quedaron sin pan porque habían quedado absortos escuchando a Jesús. Tal vez sí debemos “murmurar”, pero contra nosotros mismos, contra nuestros retrasos y nuestras lentitudes porque, aun teniendo el estómago lleno y el “pan de vida" al alcance de la mano no sabemos acogerlo y degustarlo. Acerquémonos al “pan de vida” y, como dice el apóstol Pablo, “renovad el espíritu de vuestra mente, y revestíos del hombre nuevo”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.