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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo
Domingo 9 de agosto

Homilía

El Evangelio de este domingo nos vuelve a llevar a la sinagoga de Cafarnaún, donde Jesús está pronunciando un largo discurso sobre el pan de la vida. Refiriéndose al pasaje bíblico referente al maná enviado desde el cielo para el pueblo de Israel que estaba en el desierto, Jesús se aplica a sí mismo el contenido del mensaje bíblico diciendo: "Yo soy el pan que ha bajado del cielo". Los presentes, ante estas palabras, empiezan a murmurar. Ya se produjo una escena similar al inicio de la vida pública de Jesús, cuando hizo su primera predicación. Los presentes, al oír aquella afirmación, se preguntan: ¿cómo puede este afirmar que baja del cielo? ¿No viene de Nazaret? Muchos conocen a sus padres; recuerdan inclusos sus nombres. Así pues, no es posible que venga de las alturas. Pero el escándalo –el de entonces y el de hoy, e incluso de toda la historia– radica precisamente en el sentido de dicha afirmación: que un hombre débil y frágil, cuyo origen es conocido, pueda bajar del cielo. Era y sigue siendo impensable que aquel hombre de Nazaret pueda ser el Hijo de Dios en la tierra. Es difícil, si no imposible en el plano de la lógica humana, pensar que el cielo se puede manifestar a través de la tierra. Y lo que se dice de Jesús se debe aplicar también a su cuerpo visible que es la Iglesia. ¿Cómo es posible que una pobre comunidad cristiana, provista solo de frágiles signos sacramentales y de un pequeño libro como las Escrituras, sea instrumento de salvación? En este misterio se esconde el mismo corazón de la fe cristiana: lo infinito elige lo finito para manifestarse; la Palabra que creó el mundo elige las palabras humanas para manifestarse; aquel que crea todas las cosas se hace presente “realmente” en un poco de pan y un poco de vino; el Señor del cielo y de la tierra se hace presente allí donde dos o tres personas se reúnen en su nombre.
Por eso todavía hoy continúan las “murmuraciones” de Nazaret, de Cafarnaún y de muchas otras ciudades. Pues bien, esta decisión de Dios, antes que ser un misterio incomprensible para la razón, es un misterio insondable de amor: los hombres ya no necesitan esfuerzos sobrehumanos para poder comprender algo del cielo, no deben hacer saltos mortales para poder llegar al Señor, ya no necesitan expertos mediadores alejados para poderse comunicar con Dios. Todos, pequeños y grandes, sabios e ignorantes, ricos y pobres, santos y pecadores, todos podemos acercarnos a Dios a través del cuerpo y las palabras de Jesús; sí, las palabras y el cuerpo del hijo de María y de José de Nazaret. El apóstol Juan escribe: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Por lo tanto, si queremos ver el rostro de Dios tenemos que mirar las facciones del Hijo; si deseamos conocer la voluntad de Dios tenemos que indagar la del Hijo; si deseamos comprender el modo de actuar de Dios debemos ver las obras del Hijo; si queremos escuchar a Dios tenemos que escuchar el Evangelio. Y oiremos, con todo el consuelo que contienen, las palabras de Jesús a Felipe:
“Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera”. Para nosotros, a diferencia de los habitantes de Cafarnaún, el problema de estas palabras es tal vez que estamos acostumbrados a oírlas, y por eso corremos el peligro de no apreciar la fuerza descomunal que hay en ellas. Pero el contenido es claro: Jesús es la salvación para el pueblo de Israel como el maná lo fue en el desierto. Este misterio, antes que sorprendernos en el plano de la lógica racional, debería sorprendernos en el plano del amor. ¿Quién, si no Dios, habría podido idear un misterio de amor tan grande como para hacerse presente entre los que ama dando a Jesús, su cuerpo, su Evangelio? ¡Es realmente un misterio insondable de amor! Sin duda inconcebible para una mente humana. Sí, ningún hombre habría podido atreverse a tanto. Solo el increíble amor de Dios por los hombres pudo concebir y hacer realidad la idea de dar a su Hijo como pan de vida eterna. Jesús no deja de repetirlo.
Y añade: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo”. Con él sucede aún más lo que se le concedió a Moisés. Quien se une a Jesús (quien come su carne) tiene la vida eterna. El Evangelio no dice "tendrá" sino "tiene" la vida eterna ya ahora, es decir, recibe la vida que no termina (en el cuarto Evangelio "vida eterna“ es sinónimo de "vida divina"). La nota dominante del discurso de Jesús quiere llevar al hombre a encontrarse con Jesús, a la unión con él, a convertirse en una sola cosa con él, para poder vivir una vida que no tienen fin, que no tiene límites, ni siquiera los temporales. Podemos entonces comprender plenamente la altísima exhortación que el apóstol Pablo hace a los efesios: “Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ef 5,1-2).
Realmente la vida de la Iglesia, y la de cada creyente, se sostiene gracias al “pan bajado del cielo”. San Juan Pablo II, en su encíclica sobre la Eucaristía, afirma: "La Eucaristía, presencia salvífica de Jesús en la comunidad de fieles y su alimento espiritual, es lo más valioso que la Iglesia puede tener en su camino a lo largo de la historia" (nº 9). Ya la historia de Elías prefiguraba este misterio. El profeta, perseguido por la reina Jezabel, tuvo que huir. Tras una extenuante fuga, se abatió por el cansancio y la tristeza y deseó únicamente la muerte. Mientras sus fuerzas, sobre todo las del espíritu, mermaban un ángel del Señor bajó del cielo, lo sacó del aturdimiento en el que había quedado y le dijo: "Levántate y come". Elías vio cerca de su cabeza una torta y se la comió. Pero volvió a echarse. Fue necesario que el ángel volviera para despertarlo una vez más, como si quisiera indicar que es necesario siempre que un ángel nos despierte y que continuemos alimentándonos del “pan de la vida”. Nadie debe sentirse autosuficiente, todos necesitan siempre el alimento. El autor bíblico concluye: “Con la fuerza de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb” (1 R 19,8). El profeta hizo el camino del pueblo de Israel recorriendo todo el desierto hasta el monte donde Moisés se había encontrado con Dios. El Señor Jesús, pan vivo bajado del cielo, se convierte en nuestro alimento para sostenernos en el camino hacia el monte del encuentro con Dios.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.