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Memoria de los pobres
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Memoria de los pobres

Recuerdo de san Lorenzo, diácono y mártir († 258). Reorganizó el servicio a los pobres en Roma. Recuerdo de quienes les sirven en nombre del Evangelio. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 10 de agosto

Recuerdo de san Lorenzo, diácono y mártir († 258). Reorganizó el servicio a los pobres en Roma. Recuerdo de quienes les sirven en nombre del Evangelio.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Deuteronomio 10,12-22

Y ahora, Israel, ¿qué te pide tu Dios, sino que temas a Yahveh tu Dios, que sigas todos sus caminos, que le ames, que sirvas a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, que guardes los mandamientos de Yahveh y sus preceptos que yo te prescribo hoy para que seas feliz? Mira: De Yahveh tu Dios son los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y cuanto hay en ella. Y con todo, sólo de tus padres se prendó Yahveh y eligió a su descendencia después de ellos, a vosotros mismos, de entre todos los pueblos, como hoy sucede. Circuncidad el prepucio de vuestro corazón y no endurezcáis más vuestra cerviz, porque Yahveh vuestro Dios es el Dios de los dioses y el Señor de los señores, el Dios grande, poderoso y temible, que no hace acepción de personas ni admite soborno; que hace justicia al huérfano y a la viuda, y ama al forastero, a quien da pan y vestido. (Amad al forastero porque forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto.) A Yahveh tu Dios temerás, a él servirás, vivirás unido a él y en su nombre jurarás. El será objeto de tu alabanza y él tu Dios, que ha hecho por ti esas cosas grandes y terribles que tus ojos han visto. No más de setenta personas eran tus padres cuando bajaron a Egipto, y Yahveh tu Dios te ha hecho ahora numeroso como las estrellas del cielo.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En el pasaje que hemos escuchado Moisés invita al pueblo de Israel a renunciar al culto del becerro de oro –el pecado que se describe en la página anterior– y a dirigir su corazón solo hacia el Señor. Él fue quien llevó a Israel fuera de Egipto, abrió el Mar Rojo ante él, lo protegió y lo alimentó con el maná en el desierto y ahora lo ayuda en la tierra donde lo ha hecho entrar y también será el Señor quien le procure alimento y sostén. Moisés pregunta a Israel: "Y ahora, Israel, ¿qué te pide el Señor tu Dios, sino que temas al Señor tu Dios, siguiendo todos sus caminos, amándolo, sirviendo al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, guardando los mandamientos del Señor y sus preceptos que yo te prescribo hoy, para que te vaya bien?" (12-13). Se puede responder a un amor así con un amor análogo. Por eso hay que "circuncidar el corazón y no endurecer más la cerviz". Es decir, hay que cortar del corazón la obstinación y el orgullo que no dejan que el Señor nos plasme con sentimientos nuevos. Si acogemos su obra en nosotros caminamos hacia un amor que no tiene límites ni fronteras y que se conmueve ante todo por los pobres, siguiendo el ejemplo del Señor que "no es parcial ni admite soborno; que hace justicia al huérfano y a la viuda, que ama al forastero y le da pan y vestido". El texto se desequilibra marcadamente de manera inusual hacia el amor por el forastero: no solo hay justicia para él, sino amor. Es el amor preferencia por los débiles que aparece ya desde la primera página de la Escritura, como si quisiera subrayar que también él está a favor de los pobres. Israel debe amar al extranjero, del mismo modo que se le pide que ame a Dios. Circuncidemos, pues, el corazón, eliminando la obstinación que hace que sigamos escuchándonos solo a nosotros mismos, para tener el corazón de carne que el Señor ayuda a tener.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.