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Liturgia del domingo
Domingo 23 de agosto

Homilía

El pasaje evangélico de este domingo cierra el “discurso sobre el pan” que Jesús pronuncia en la sinagoga de Cafarnaún. Además de los discípulos había mucha gente escuchándole. El evangelista, en el pasaje que escuchamos el domingo pasado, ya nos mostró la reacción incrédula de la muchedumbre. Las palabras de Jesús, que afirmaban que Él “era” el pan y no que “tenía” el pan, no fueron aceptadas por la gente, que casi de inmediato abandonó la sinagoga. El evangelista presenta ahora la reacción de los discípulos, es decir, de aquellos que tenían una cierta familiaridad con Jesús porque lo habían seguido y por tanto lo habían oído hablar muchas veces, además de haber sido testigos de muchos milagros. Aun así, también se unieron a la incredulidad de la gente y no se avergüenzan al afirmar: "Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?”. Si nos remitimos al texto griego, la reacción de los discípulos subraya el aspecto de la incomprensibilidad de las cosas que se han dicho, como si fuera una ofensa a la inteligencia. En realidad, la crítica de los discípulos no se refería a las declaraciones referentes a comer la carne y beber la sangre de Jesús (es la denominada interpretación cafarnaítica, como se decía en la antigua teología).
Su murmureo era sobre la sustancia del “discurso” de Cafarnaún, es decir, que la intimidad con Dios solo se podía alcanzar a través de aquel pan que era la verdadera carne de Jesús. No se trataba tanto de palabras arduas que había que aceptar o de fragmentos de verdades difíciles que había que creer. El punto problemático, pero absolutamente fundamental en el mensaje evangélico, era y es otro: elegir una intimidad exclusiva con Dios a través de la relación personal con Jesús. El escándalo es siempre el mismo: ¿cómo es posible que aquella carne dé la vida eterna? O bien, en términos todavía más claros, ¿cómo es posible que para entrar en contacto directo con Dios haya que pasar por Jesús, hombre sin duda bueno, pero hombre al fin y al cabo al que, por otra parte, ellos conocían desde su infancia? ¿Y es posible, como él afirma, que la amistad con él sea directamente amistad con Dios? Estas preguntas, que tal vez ya inquietaban la mente de aquellos discípulos, aquel día, frente a un Evangelio tan claro, hicieron madurar la decisión de abandonarlo.
Sin duda el discurso de Jesús obligaba a aquellos oyentes a tomar una decisión: elegir entre estar con Jesús o vivir como siempre. Era un momento crucial también para el mismo Jesús. En la sinagoga de Cafarnaún se repetía, de manera nueva pero con la misma radicalidad, lo que le pasó al pueblo de Israel al llegar a Siquén, corazón de la tierra prometida y sede de un santuario nacional asociado al recuerdo de los patriarcas. Josué reunió a todas las tribus y les dijo: “elegid hoy a quién habéis de servir", si a los ídolos paganos o al Dios liberador de la esclavitud de Egipto. Y el pueblo contestó: “Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses. Porque el Señor… es nuestro Dios”. Fue una elección decisiva para Israel, cuando se disponía a tomar posesión de la tierra que Dios le había dado. Y aquel día, eligieron bien.
No pasó lo mismo con los discípulos de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Ellos no comprendieron que aquella “carne” era “espíritu”, que aquel hombre hablaba el lenguaje del cielo, que venía de Dios y a Dios llevaba. La intimidad con él era realmente intimidad con Dios. Pero era justamente esa propuesta, el corazón del Evangelio, lo que ellos consideraban inaceptable. Habrían aceptado un Dios poderoso y lejano. Pero nunca habrían aceptado a un Dios tan cercano que se hiciera comida para los hombres. “Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él”, indica con amargura el evangelista. Para Jesús el anuncio de aquella intimidad era el Evangelio, es decir, la buena noticia que había que divulgar a todos, hasta los extremos de la tierra. Y lógicamente, no podía renunciar a hacerlo. Había venido exactamente para eso, es decir, para liberar a los hombres de la esclavitud del Mal y del pecado, de la soledad y de la muerte. Si se hubiera callado aquel anuncio habría traicionado la misión misma que le había confiado el Padre. ¡Podemos imaginar los pensamientos que tendría en aquellos momentos Jesús en su cabeza! Tal vez pensó incluso en el fracaso de su obra.
Jesús se volvió hacia los Doce (es la primera vez que aparece este término en el cuarto Evangelio) con una mirada tierna y firme que sin duda sorprendió a aquel reducido grupo y les preguntó: "¿También vosotros queréis marcharos?". Este es uno de los momentos más determinantes de la vida de Jesús. Se habría podido quedar solo, a pesar del extenuante trabajo que había hecho para rodearse del primer núcleo del nuevo pueblo. Habría sido una dolorosa derrota que habría puesto a dura prueba toda su misión. No obstante, no podía renegar del corazón de su Evangelio. Y tampoco podía amoldarlo. No hay alternativa a la exclusividad de una relación de amor con Dios. “Nadie puede servir a dos señores”, dice Jesús en otra parte del Evangelio. En la sinagoga tal vez se fueron todos excepto los Doce. No sabemos cuáles eran sus sentimientos, sus miedos, sus dudas; sin duda se conmovieron con el apasionado discurso de aquel maestro al que habían aprendido a seguir y a entender. Pedro tomó la palabra en nombre de todos y dijo: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna”. No dijo “adónde” sino “a quién” vamos a ir. Pedro, con estas palabras suyas, subraya aquella relación de intimidad con Jesús que caracteriza no solo la fe del discípulo sino toda su vida. Para ellos Jesús era un punto de referencia sin parangón; era superior a cualquier otro maestro; solo él tenía palabras de vida eterna.
En nombre de los presentes, y también de los que vendrán, Pedro contestó a Jesús que era su salvador. Por eso se quedarán con él y lo seguirán. No lo habían comprendido todo, pero intuyeron la unicidad y la preciosidad de la relación con Jesús. Nadie jamás había hablado como él, nadie los había amado tan de cerca, nadie les había tocado tan profundamente el corazón, nadie les había dado la tarea y la energía que Jesús les dio. ¿Cómo podían abandonarle? A diferencia de los discípulos que “ya no andaban con él”, Pedro y los demás once continuaron siguiéndole, escuchándole, queriéndole, como sabían. No desaparecieron sus mezquindades. La salvación para aquellos Doce, como para los discípulos de todos los tiempos, no consiste en no tener defectos ni culpas, sino únicamente en seguir a Jesús. Porque ¿dónde iban a encontrar a otro maestro como él? La respuesta de Pedro manifiesta toda la fuerza atractiva de Jesús y la adhesión afectuosa del apóstol. Las palabras de Pedro conservan todavía hoy toda su fuerza. Verdaderamente, ¿a quién vamos a ir nosotros para encontrar palabras de vida?

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.