ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 26 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Tesalonicenses 2,9-13

Pues recordáis, hermanos, nuestros trabajos y fatigas. Trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os proclamamos el Evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprochablemente nos comportamos con vosotros, los creyentes. Como un padre a sus hijos, lo sabéis bien, a cada uno de vosotros os exhortábamos y alentábamos, conjurándoos a que vivieseis de una manera digna de Dios, que os ha llamado a su Reino y gloria. De ahí que también por nuestra parte no cesemos de dar gracias a Dios porque, al recibir la Palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol continúa en este pasaje su autodefensa. Si en el pasaje anterior explicó lo que no había hecho (1 Ts 2,1-8), ahora el apóstol quiere destacar el bien que ha llevado a cabo. Decidió tener un comportamiento irreprensible, en consonancia con la palabra que predicaba: "Vosotros sois testigos... de cuán santa, justa e irreprochablemente nos comportamos con vosotros, los creyentes". El apóstol sabe que el Evangelio es de Dios, y no suyo o de otro, y es consciente de que la predicación será mucho más eficaz cuanto más se corresponda su vida con sus palabras. El Evangelio no es una doctrina que hay que aprender y comunicar; es una palabra fuerte y eficaz que cambia el corazón y la vida de aquel que la predica y también de aquel que la escucha. El apóstol no se presenta como un transmisor de un nuevo conocimiento, como un maestro de nuevas doctrinas. Se presenta como un padre que gasta todas sus fuerzas para generar en la fe a sus nuevos hijos. Les recuerda a los tesalonicenses: "Os exhortábamos y animábamos a cada uno de vosotros, como un padre a sus hijos, pidiéndoos que vivieseis de una manera digna de Dios, que os ha llamado a su Reino y gloria". Con estas palabras el apóstol sabe que toca el corazón de los tesalonicenses y que les ayuda a continuar escuchando el Evangelio y llevando una vida fraterna. Y por eso da las gracias a Dios: "Porque, al recibir la palabra de Dios que os predicamos, no la acogisteis como palabra de hombre, sino cual es en verdad: como palabra de Dios". Podríamos decir que es el consuelo del pastor que ve cómo su predicación apostólica llega a buen puerto. Y el apóstol sabe que ese es el corazón de la experiencia cristiana, la fe en que la Palabra de Dios "permanece activa en vosotros, los creyentes" (v. 13).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.