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Liturgia del domingo
Domingo 30 de agosto

Homilía

"La religión pura e intachable ante Dios Padre es esta: visitar huérfanos y viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo”. Estas palabras de la epístola del apóstol Santiago, epístola cuya lectura continua empezamos hoy, salen a nuestro encuentro mientras está terminando para muchos el periodo de vacaciones y se reanudan las actividades habituales. Las palabras del apóstol forman parte de la dimensión normal de la vida: no son exhortaciones para días de fiesta o para momentos extraordinarios; hacen referencia a días laborales de la semana. Por eso son un don para este tiempo. Podríamos decir que son las palabras buenas que el Señor nos dirige al inicio de este nuevo tiempo para que podamos mantenernos puros de este mundo y podamos comprender cuál es el culto realmente agradable a Dios. Estas palabras, de algún modo, nos introducen al Evangelio que se anuncia este domingo.
Jesús todavía está en Galilea, en una zona alejada de la capital y del centro de la religión. Allí había empezado su misión pública, anunciando a los pobres y a los débiles que el reino de Dios se estaba acercando. Algunos escribas y fariseos llegaron de Jerusalén para discutir con él y acusarlo. Jesús estaba todavía al inicio de su predicación, pero lo que sucedía a su alrededor preocupaba a los responsables religiosos de Jerusalén. Muchos de los fariseos observaban no solo la ley (la Torá) sino también anexos que con el paso de los años y los siglos habían recopilado los sabios de Israel: estos últimos son los que el evangelista llama “la tradición de los antepasados”. Con aquellas prescripciones rituales se quería rodear de respeto, concreto y minucioso, el misterio de Dios. Y hay que decir que no hay que despreciar en absoluto dicha actitud. Si pensamos en nuestras liturgias eucarísticas dominicales tal vez haya que lamentar, por ejemplo, que traten las cosas de Dios con una cierta superficialidad. El papa Francisco, en varias ocasiones, ha reclamado que haya decoro en las celebraciones. La falta de respeto por el rito manifiesta una falta del sentido de Dios acompañado por un fuerte sentimiento del protagonismo de uno mismo. Es obvio que, si las prescripciones rituales no se dan en una relación real y auténtica con el misterio que se celebra, se convierten, precisamente, en gestos vacíos de sentido y sobre todo carentes de corazón, exteriores y fríos.
Los fariseos, no obstante, viendo que los discípulos de Jesús no observan las prácticas de purificación antes de comer, se sienten en pleno derecho de preguntarle al maestro: “¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?”. Obviamente, no reprochan la transgresión de una norma higiénica sino la transgresión de una prescripción ritual (las abluciones originalmente eran solo para los sacerdotes, pero los fariseos –que querían un pueblo perfecto– las extendieron a todos). Jesús, utilizando las palabras de Isaías (29,13), estigmatiza la avaricia de una actitud puramente exterior: “Este pueblo –contesta– me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres". Es el lamento de Dios por un culto puramente exterior. No sabe qué hacer con ese culto. Y Jesús continúa: “Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres”. No condena las prácticas rituales ni quiere disminuir la observancia de la ley. Jesús conoce lo que Moisés ordenó al pueblo de Israel: “Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las normas que yo os enseño, para que las pongáis en práctica, a fin de que viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que os da el Señor, Dios de vuestros padres. No añadiréis nada a lo que yo os mando, ni quitaréis nada" (Dt 4,1-2).
Jesús no exhorta a desobedecer la ley. Lo que condena a los hombres es tener el corazón lejos de Dios. Lo que Jesús pone en cuestión es la relación personal entre el hombre y Dios. Además, todo eso ya estaba claro en el Antiguo Testamento. Moisés lo tenía tan claro que se pregunta retóricamente: “¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que lo invocamos? Y ¿qué nación hay tan grande cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?”. Si Dios está tan cerca, es realmente inadmisible que los hombres se dirijan a él solo con gestos exteriores sin que el corazón tenga ni la más mínima vibración de cariño. En este caso no sirven de nada ritos y palabras.
Jesús, volviendo a la crítica por no hacer las abluciones, aclara qué es realmente impuro, es decir, no oportuno para Dios. En primer lugar hace una afirmación muy clara: ninguna de las cosas creadas es inoportuna para Dios; por tanto, nada es impuro. La impureza, efectivamente, no está en las cosas sino en el corazón del hombre: "del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez", afirma el profeta de Nazaret. Con estas afirmaciones Jesús aclara que el mal no nace por casualidad, como si fuera el fruto de un ciego destino. El mal tiene su tierra de cultivo: el corazón. Y también tiene a sus agricultores: los hombres. Cada uno es agricultor, a menudo diligente, en el terreno de su propio corazón de pequeñas o grandes cantidades de hierbas amargas que envenenan nuestra vida y la vida de los demás.
Nosotros, hombres y mujeres, somos responsables de la amargura de este mundo; unos más, unos menos; nadie puede decir que no va con él. Por eso hay que empezar por el corazón para extirpar el mal. Demasiadas veces nos despreocupamos del corazón pensando que lo que importa es cambiar las estructuras o las leyes. Es evidente que eso hay que hacerlo. Pero el lugar para luchar contra el mal es el corazón. En el corazón se libran las batallas para cambiar realmente el mundo, para ser todos mejores. Por eso hay que plantar siempre en el corazón las hierbas buenas de la solidaridad, de la amistad, de la paciencia, de la humildad, de la piedad, de la misericordia y del perdón. El camino para esta plantación buena lo marca el Evangelio: recordemos la conocida parábola del sembrador, que de buena mañana salió para sembrar. Todavía hoy, fiel y generosamente, aquel sembrador sale y echa abundantemente su semilla en el corazón de los hombres. Es tarea nuestra acoger aquella palabra y hacer que crezca para que no solo no sea ahogada por nuestras durezas, sino que pueda dar fruto. Y el apóstol Santiago, casi comentando las palabras de Jesús, afirma: “recibid con docilidad la palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras vidas. Poned por obra la palabra y no os contentéis solo con oírla, engañándoos a vosotros mismos”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.