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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 6 de septiembre

Homilía

El pasaje evangélico nos habla de la curación de un sordo que, además, habla con dificultad (la curación, de hecho, consistirá en hablar correctamente). Jesús lleva a cabo esta curación en la región de la Decápolis, una tierra pagana situada más allá de las fronteras de Israel. Marcos parece querer destacar que el Evangelio no está reservado solo a los que son del pueblo de Israel, sino que todos tienen derecho a conocer la misericordia de Dios que libra y salva. También aquel sordo que presentan a Jesús para que lo cure. Jesús lo aparta de la gente, como si quisiera subrayar que es necesaria una relación personal, directa, íntima, entre él y el enfermo. Los milagros, de hecho, se producen en el ámbito de una amistad profunda y confiada en Dios.
Jesús, amigo de los hombres, sobre todo de los débiles, mira con cariño y misericordia a aquel hombre. Tal vez también el apóstol Santiago pensaba en este episodio cuando en su epístola exhortaba a los cristianos a tener una atención prioritaria por los pobres y los débiles. Es cierto que Dios no hace preferencias entre personas. Pero es igualmente cierto que su corazón está como decantado hacia los pobres y los débiles. Estos últimos son los primeros en el Evangelio. Así debe actuar todo creyente y toda comunidad cristiana. Jesús acogió a aquel sordo. Y está con él, a solas. Siguiendo una antigua costumbre, Jesús "le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua". Entonces, indica el evangelista, Jesús levanta los ojos al cielo y emite un profundo suspiro. Es la oración de Jesús que une la confianza en el Padre y la compasión por aquel hombre enfermo. Había hecho lo mismo antes de la multiplicación de los panes, cuando se conmovió por la gente cansada y abatida y “levantó los ojos al cielo” (Mc 6,41).
Jesús siente una fuerza que viene de su interior y dice al sordo: "Effatá”, es decir, “¡Ábrete!". Es una sola palabra, pero sale de un corazón lleno del amor de Dios. "Se abrieron sus oídos y, al instante –indica el evangelista–, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente." Vienen a la memoria las palabras del centurión: “Señor, basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano” (Mt 8,8). Y recuerda la fuerte exhortación de Isaías al pueblo de Israel esclavo en Babilonia: "Decid a los de corazón intranquilo: ¡Ánimo! ¡No temáis! Mirad que vuestro Dios vendrá y os salvará. Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán”. Aquel día, en aquel rincón perdido del actual Líbano del sur, “Dios había venido a salvar” a aquel hombre de su enfermedad. Sin embargo, la fuerza de Dios no se manifestaba con clamor y estrépito. Solo hubo “una” palabra. Sí, porque basta una de las palabras evangélicas para cambiar al hombre, para transformar la vida; lo que cuenta es que brote de un corazón apasionado como el de Jesús y que sea acogida por un corazón necesitado como el del sordo. Jesús, podríamos decir, no se dirige a la oreja y a la boca sino al hombre entero, a toda la persona. Al sordo y no solo a su oreja le dice: "¡Ábrete!". Y “abriéndose” a Dios y al mundo entero todo el hombre queda curado.
Es conocida la íntima relación que hay entre la sordera y el mutismo. La curación requiere que ambos órganos queden sanos; no basta que se cure solo uno. Podríamos decir que eso es cierto también en el campo de la fe cristiana. Hace falta, ante todo, que la oreja (el hombre) se "abra" para escuchar la Palabra de Dios. Luego la lengua se desata y puede hablar. Aquel hombre, después de escuchar, pudo hablar correctamente. Hay un vínculo directo entre escuchar la palabra y comunicar. Aquel que no escucha, queda mudo, también en la fe. A menudo, comentando las Escrituras, se afirma que escuchar la Palabra de Dios es fundamental para el creyente. Este milagro nos hace reflexionar asimismo sobre el vínculo que se instaura entre nuestras palabras y la Palabra de Dios. A menudo no prestamos suficiente atención al peso que tienen nuestras palabras, al valor que tiene nuestro mismo lenguaje. No obstante, a través de nuestro lenguaje nos expresamos a nosotros mismos mucho más de lo que creemos. Y con frecuencia malgastamos nuestras palabras o, aún peor, las utilizamos mal. El apóstol Santiago, en el capítulo tres de su Epístola, nos recuerda: con la lengua “bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios; de una misma boca proceden la bendición y la maldición. Esto, hermanos míos, no debe ser así" (3,9-10).
Este milagro nos hace comprender que necesitamos escuchar para poder hablar o, mejor dicho, para poder hablar correctamente. Sí, ese es el milagro de hablar bien, es decir, de la curación de un modo de hablar dañino y que divide, que Santiago estigmatiza. ¿Y quién entre nosotros no debe pedir al Señor que lo libre de un modo de hablar demasiado incorrecto, e incluso a veces violento y dañino, mentiroso y malvado? A menudo, demasiado a menudo, olvidamos la fuerza constructora o destructora de nuestra lengua. Por eso es necesario ante todo escuchar la “Palabra” de Dios para que purifique y fecunde nuestras “palabras”, nuestro lenguaje, nuestro mismo modo de expresarnos. Para los cristianos se trata de una responsabilidad grandísima, porque solo podemos llevar a cabo la comunicación del Evangelio a través de nuestras “palabras”. Son pobres, pero increíblemente eficaces; pueden mover montañas si reflejan la Palabra. Jesús dice: “de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio. Porque por tus palabras serás declarado justo y por tus palabras serás condenado” (Mt 12,36-37).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.