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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo del padre Alexander Men, sacerdote ortodoxo de Moscú, asesinado brutalmente en 1990. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 9 de septiembre

Recuerdo del padre Alexander Men, sacerdote ortodoxo de Moscú, asesinado brutalmente en 1990.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Colosenses 3,1-11

Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él. Por tanto, mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia, que es una idolatría, todo lo cual atrae la cólera de Dios sobre los rebeldes, y que también vosotros practicasteis en otro tiempo, cuando vivíais entre ellas. Mas ahora, desechad también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad, maledicencia y palabras groseras, lejos de vuestra boca. No os mintáis unos a otros. Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol recuerda a los cristianos de Colosas que están ya desde ahora resucitados con Cristo y, por tanto, son libres de la esclavitud del Mal y de la muerte. Pablo, no obstante, sabe que todavía no ha terminado la lucha contra el miedo y el pecado. Por eso hay que permanecer unido a Cristo y hay que buscar "las cosas de arriba". Y eso no es una empresa imposible, porque le meta no está lejos ni es desconocida. Lo que se le pide al discípulo es que permanezca con Cristo y que siga la vida nueva que nos ha dado. Se trata, en realidad, de dejar que obre en nosotros la fuerza de la resurrección de la que hemos sido partícipes. El apóstol exhorta a no pensar en las "cosas de la tierra", es decir, a no considerar que son definitivas, a no sacrificar nuestra vida en su altar, pues son efímeras y pasajeras. El cristiano que vive con Jesús participa ya ahora en el Reino final. Así pues, al ser miembro del Cuerpo de Cristo, está llamado a hacer realidad el Evangelio en su vida de cada día convirtiéndose en una nueva creación. En él habita ya la salvación, como había dicho el mismo Jesús: "En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, pues ha pasado de la muerte a la vida" (Jn 5,24). Aún así, sabemos que la vida nueva que hemos recibido de Cristo está todavía oculta y se manifestará en su plenitud al final de los tiempos. A nosotros se nos pide que la custodiemos y que la hagamos crecer para que llegue antes el último día.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.