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Festividad de la exaltación de la Cruz
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Festividad de la exaltación de la Cruz

Fiesta de la exaltación de la Cruz, en recuerdo del hallazgo de la cruz de Jesús por parte de santa Helena. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Festividad de la exaltación de la Cruz
Lunes 14 de septiembre

Homilía

Esta fiesta recuerda el 14 de septiembre de 335, cuando una numerosa multitud de fieles se reunió en Jerusalén para la dedicación de la basílica del Santo Sepulcro restaurada por Constantino. En aquella celebración se recordaba también el hallazgo de la Cruz de Jesús. Desde entonces, cada año se ha celebrado esta memoria en Jerusalén y el sacerdote celebrante, alzando la cruz, la muestra a los cuatro puntos cardinales para indicar la universalidad de la salvación. Esta celebración, de un elevado significado espiritual, no quedó circunscrita a Jerusalén; pronto se extendió por las distintas iglesias, en las orientales primero, empezando por Constantinopla, y en las occidentales después, a partir de Roma. Era y es realmente necesario “exaltar” en todas partes la cruz, precisamente porque Jesús fue levantado en ella para la salvación de todos los hombres.
La primera lectura de la liturgia nos recuerda lo que le pasó a Israel mientras estaba en el desierto, cuando muchos murieron por la picadura de serpientes venenosas. Una historia así no es extraña a la situación de muchos pueblos hoy en día. De serpientes venenosas, hay muchas también en nuestro mundo, y a menudo son los mismos hombres los que muerden venenosamente, y no pocas veces mortalmente, a otros hombres. Moisés levantó una serpiente de bronce; quien la mirara no moriría. En realidad era una prefiguración de la cruz. El evangelista Juan escribe explícitamente: “Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre” (Jn 3,14), y más adelante, como si quisiera destacar la escena bíblica, añade: "Mirarán al que traspasaron" (Jn 19,37). Todavía hoy es necesario exaltar la cruz, ponerla en lugar elevado para que todos la vean.
Pero ¿cómo se puede exaltar un instrumento de suplicio hasta el punto de reservarle un día de fiesta? Es como si hoy celebráramos la silla eléctrica y pusiéramos imágenes de ella y la lleváramos colgada al cuello; seríamos sin duda considerados extravagantes, como mínimo. Por desgracia, nos hemos acostumbrado tanto a la imagen de la cruz que hemos perdido el sentido de crueldad que representa: ya no pensamos que era uno de los instrumentos de suplicio más duros. Al perder este sentido, no comprendemos hasta qué punto llegó el amor del Crucificado. Hoy la Iglesia, exaltando la Santa Cruz, quiere en realidad exaltar el inimaginable amor de Jesús por cada uno de nosotros. Por eso es realmente necesario dar gracias a Dios por la cruz. El prefacio de la misa canta: “En el árbol de la Cruz, tú, oh Dios, has establecido la salvación del hombre, para que de donde surgía la muerte resucitara la vida”. Por eso es justo exaltar la cruz; sobre aquella madera fue derrotado para siempre el amor por uno mismo y triunfó definitivamente el amor por los demás. La cruz es como la síntesis, o aún más, la culminación del amor de Jesús por nosotros. Él, como escribe el apóstol Pablo en el himno de la Epístola a los Filipenses, empezó su camino hacia la cruz cuando "no codició el ser igual a Dios". Por amor “se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo”; por amor “se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”. El Padre se conmovió por ese amor totalmente desinteresado del Hijo hasta el punto de que “lo exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre”.
En la Cruz, la muerte y la vida se enfrentan en la última y definitiva batalla. Y la lucha se produce en el cuerpo de Jesús. Él muere. Pero junto con él, muere también el amor por uno mismo. Todos, bajo la cruz y al lado de la cruz, le gritaban: "Sálvate a ti mismo". Pero Jesús lleva hasta las últimas consecuencias el peso del pecado. Él que vino para salvar a los demás, no podía salvarse a sí mismo. Su Evangelio era exactamente lo contrario: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20,28). Jesús podía evitar la muerte; bastaba haber hecho caso de Pedro y los demás discípulos que querían disuadirle de ir a Jerusalén, o simplemente cerrar un pequeño acuerdo con Pilato, que incluso se lo había ofrecido. Pero de ese modo Jesús habría renunciado a su Evangelio, que es opuesto al del mundo, que siempre dice: "Sálvate a ti mismo". Muriendo así, Jesús salva el amor. Y nosotros podemos decir finalmente que entre nosotros hay alguien que ama a los demás más que a sí mismo; alguien que está dispuesto a dar toda su vida, hasta perderla, por cada uno de nosotros. Y el apóstol Pablo nos hace pensar aún más profundamente cuando escribe: "Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,7-8).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.