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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 27 de septiembre

Homilía

El Evangelio de Marcos nos presenta a Jesús que continúa hablando a los discípulos, mientras sigue su camino hacia Jerusalén. Todavía está presente la escena del domingo pasado, cuando les preguntó de qué discutían por el camino después del anuncio de su pasión. Ellos no contestaron nada porque estaban absortos en su discusión sobre quién de entre ellos debía ser el primero. ¡Qué tristeza para Jesús! Quiso confiarles su angustia, pero ellos no le prestaron atención. En el pasaje de este domingo, Juan, uno de los doce que había callado, esta vez toma la palabra y con tono seguro dice: "Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y tratamos de impedírselo porque no venía con nosotros". Pobre Juan, ¡no ha entendido nada! Jesús, una vez más, los reúne a todos y, con paciencia, los amaestra y los corrige enseñándoles la manera evangélica de comprender y de juzgar la vida. Pues bien, eso mismo es lo que pasa cada domingo cuando el Señor reúne a los discípulos y les habla al corazón sembrando la buena semilla y arrancando las hierbas amargas que envenenan su vida y la vida de los demás.
No pocas veces también nosotros razonamos como Juan. En realidad, esa no es la manera de defender la verdad. En general esta actitud tiende a defender los intereses de uno mismo, sus posturas, sus convicciones, sin tener en cuenta la sustancia de las cosas que es la salvación de las personas. No se defiende la verdad salvaguardando los propios privilegios, o pasando incluso por encima de las personas. En el libro de los Números, a modo de demostración de que dicha mentalidad está fuertemente arraigada en el corazón de los hombres, leemos un episodio análogo que se produjo al inicio del camino del pueblo de Israel. Josué es informado de que dos hombres corrientes, que no forman parte del grupo de los setenta responsables de Israel y que no cuentan con un mandato especial se han puesto a profetizar. Su reacción es inmediata. Va a ver inmediatamente a Moisés con enojo y preocupación para pedirle que impida hablar a aquellos dos, que no forman parte del grupo. Moisés contesta al joven de gran celo: "¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo del Señor profetizara porque el Señor les daba su espíritu!” (Nm 11,29).
Lo que preocupa a Josué, como a Juan y a los demás discípulos (incluidos muchos de nosotros), no es la curación de los enfermos y la liberación de los poseídos por espíritus, sino su grupo y su situación, o mejor dicho, su interés, su poder garantizado en el grupo y en la institución. No es eso lo que piensa Jesús. Su corazón es mucho mayor que el de los discípulos y su misericordia por los débiles y los pobres es ilimitada. Por eso Jesús contesta con decisión a Juan y a los demás: “No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí. El bien, independientemente de dónde esté y quién lo haga, siempre viene de Dios. Aquel que ayuda a los necesitados, aquel que es un sostén para los débiles, aquel que consuela a los desesperados, aquel que practica la acogida, aquel que fomenta la amistad, aquel que trabaja por la paz, aquel que está listo para perdonar, siempre viene de Dios.
Dios rompe esquemas y está presente allí donde hay amor, bondad, paz y misericordia. Dios está en aquel que tiene sed y recibe un vaso de agua, en aquel que tiene hambre y recibe un trozo de pan, en aquel desesperado que recibe una palabra de amor. La Iglesia custodia esta verdad evangélica aunque no es la única que la detenta y, por la claridad del don que le ha hecho Dios, debe practicarla y predicarla con fuerza. Sería realmente triste restringir la fuerza milagrosa de la misericordia de Dios a las medidas reducidas de nuestros esquemas y de nuestras lógicas. ¿Acaso no dice Jesús: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3,8)? El espíritu de Dios es realmente grande y sin fronteras. ¡Felices nosotros si sabemos reconocerlo y acogerlo! Es más, dice el apóstol, debemos estar atentos para no contrariarlo. Por eso son absurdas determinadas disputas sobre una u otra experiencia solo porque no cuadran con nuestro esquema lógico de interpretación.
Necesitamos una visión amplia que nos permita intuir la acción del Espíritu de Dios en el mundo. No debemos entristecernos, como el apóstol Juan, si vemos que otras personas que no forman parte de nuestro grupo, expulsan demonios. Jesús se alegró al ver que muchos curaban y devolvían la salud: la alegría del Señor es el hombre vivo, está escrito. Grande fue la alegría en la creación, desde el primer día hasta la culminación de su obra cuando creó al hombre y a la mujer. El autor bíblico indica: “Y vio Dios que estaba bien”. Esa debe ser también la alegría del discípulo. Sí, todos deberíamos alegrarnos por el bien que vemos en el mundo, independientemente de quién lo haga y dónde se haga. El bien siempre nace de Dios, que es “fuente de todo bien”, como canta la Liturgia.
Las palabras durísimas que Jesús pronuncia en la segunda parte del pasaje evangélico subrayan, con un lenguaje hiperbólico, cuál es el camino que debe seguir el discípulo: "Si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela y arrójala de ti. Más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo vaya a la gehenna”. Ser “ocasión de pecado” significa hacer tropezar y caer, o no ayudar a los débiles y los que necesitan consuelo. Nosotros pensamos que la felicidad consiste en guardarse para uno mismo, en pasar indemnes por este mundo, en no perderse jamás nada. Al contrario, dice Jesús, la felicidad consiste en gastarse por el Evangelio, en dar la vida por los demás. Recordemos la frase de Jesús que cita Pablo: "Mayor felicidad hay en dar que en recibir" (Hch 20,35). Por eso vale la pena hacer sacrificios. Por otra parte, el amor por los demás siempre comporta algún recorte, siempre exige alguna renuncia. No se trata de mutilaciones, claro, sino de cambios en la actitud y en el corazón. Nosotros, efectivamente, solemos tener los ojos fijados en nosotros mismos; las manos, ocupadas solo en nuestras cosas; los pies, en movimiento solo para asuntos nuestros. Dejémonos de mirar al menos con un ojo y, sin duda, seremos más felices. Utilicemos al menos una mano para ayudar a los que sufren y sentiremos la misma alegría de Jesús. Caminemos por el camino del Evangelio y seremos testigos del amor de Dios. Así comprenderemos lo que dice Jesús: “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.