ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

XXVIII del tiempo ordinario
Recuerdo de san Juan XXIII.
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 11 de octubre

Homilía

El Evangelio nos muestra a Jesús que sale para reanudar el camino hacia Jerusalén. Es una invitación dirigida también a nosotros, para que nos dejemos encaminar en un itinerario de crecimiento espiritual. El hombre del que habla el Evangelio de Marcos “corre” hacia Jesús. Tiene prisa por encontrarse con él. Busca con urgencia una respuesta para su vida. En ello es realmente ejemplar respecto a nuestra pereza en seguir al Señor. Marcos da a entender que se trata de un adulto (para Mateo es un joven). Sea como sea, a cualquier edad se puede, es más, se debe correr hacia el Señor.
Este hombre, al llegar delante de Jesús, se echa a sus pies y le hace una pregunta fundamental para la vida: "Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?". Lo llama “bueno” no por adulación; lo creía realmente. Pero Jesús lo corrige rápidamente: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino solo Dios". Para nosotros, que siempre estamos dispuestos a mostrar una alta consideración de nosotros mismos, la afirmación de Jesús es una lección que no deberíamos olvidar nunca. Solo Dios es bueno, nadie más. Y menos, nosotros. Reconocerlo no es tanto un problema de humildad, sino de verdad. Comprender nuestra debilidad y nuestro pecado (como cada Liturgia Eucarística nos exhorta a hacer con el canto inicial del “Señor, ten piedad”) significa dar el primer paso de aquella carrera que nos lleva hacia el Señor. Aquel hombre corre hacia Jesús y recibe la respuesta sobre el sentido de la vida. Se abre un diálogo. Jesús le pregunta si conoce y si ha observado los mandamientos, y aquel hombre le contesta que los ha observado desde su juventud. No es de ningún modo un creyente a medias tintas o poco practicante. No sé cuántos de nosotros pueden dar la misma respuesta a la pregunta de Jesús.
El evangelista observa: "Jesús, fijando en él su mirada, le amó". ¡Ojalá pudiéramos oír también esas palabras dirigidas a nosotros! Pero tal vez nosotros no tenemos la misma ansia de salvación que aquel hombre. Sea como sea, debemos tener la certeza de que esas palabras evangélicas se dirigen también a nosotros: Jesús continúa mirándonos y amándonos, aunque seamos menos observantes que aquel hombre. También hoy Jesús se dirige a nosotros, y con la misma intensidad de amor, nos dice: “Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme". No es una frase neutra. El Evangelio siempre pide un compromiso, una decisión, una respuesta. Nos lo recuerda la Epístola a los Hebreos que hemos escuchado: "Viva es la palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón". O la rechazamos y continuamos siendo como somos, o la acogemos y cambiamos nuestra vida.
Esta página evangélica es una de las que que más ha cambiado la vida de aquellos que la han escuchado. Cuando Antonio, joven egipcio de buena familia, escuchó estas palabras, lo dejó todo, se retiró al desierto y se convirtió en padre (abad) de muchos monjes. Lo mismo hizo Francisco de Asís: la escuchó y lo dejó todo. Y se convirtió en testimonio del Evangelio hasta quedar marcado en el cuerpo con los estigmas. El hombre rico, al contrario, cuando las oyó, bajó la mirada, se abatió y se alejó con la tristeza en el corazón. El evangelista termina amargamente la escena explicando el motivo: "porque tenía muchos bienes". En realidad, también Jesús se entristeció, y mucho; perdía a un amigo, perdía a un discípulo; y lo perdían también todos aquellos a los que aquel hombre habría podido anunciar la alegría del Evangelio.
Podríamos preguntarnos: ¿la invitación de Jesús no es demasiado severa? ¿No se trata de una palabra demasiado exigente que, además, le puede dejar solo? ¿No podría Jesús atenuarla al menos un poco? ¿No podría hacerla menos exigente y un poco más conformista? Las palabras que Jesús añade inmediatamente después del rechazo del rico no admiten réplica: "¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!". Y concluye diciendo: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que el que un rico entre en el Reino de Dios”. Son palabras que deberían hacernos pensar, o incluso nos deberían asustar pues nosotros, hijos de un mundo rico, tendemos a tomar, a poseer, a acumular más que a dar, a ofrecer, a compartir. Benditas, pues, estas palabras que plantean una sana inquietud en nuestra vida y que recuerdan a todos los creyentes que es muy fácil alejarse del Evangelio viviendo, además, de manera triste.
La decisión que esta página evangélica quiere provocar en nosotros afecta a la primacía que hay que dar a Dios por encima de todas las cosas. Jesús nos pide que pongamos a Dios por encima de todo, incluso por encima de los bienes que tenemos, y que consideremos a los pobres como hermanos nuestros hacia los que tenemos una deuda de amor y de ayuda. Ellos tienen derecho a nuestro amor y a nuestro apoyo. Lo que pide el Señor parece una renuncia, y en parte lo es, pero sobre todo es una gran sabiduría de vida. Obviamente se trata no de la sabiduría del mundo que impulsa a cerrarse en uno mismo y en las cosas del mundo, sino de la sabiduría que viene del cielo, tal como leemos en las Santas Escrituras: “La preferí a cetros y tronos y en su comparación tuve en nada la riqueza. No la equiparé a la piedra más preciosa porque todo el oro a su lado es un puñado de arena y ante ella la plata es como el barro. La quise más que a la salud y a la belleza y preferí tenerla como luz, porque su claridad no anochece” (Sb 7,8-10).
La respuesta de Jesús a la petición que hace Pedro en nombre de los discípulos explica concretamente las consecuencias de la sabiduría evangélica: aquel que lo abandona todo para seguir a Jesús (es decir, aquel que pone a Jesús por encima de todo) recibirá en esta vida cien veces más y, después de la muerte, la vida eterna. A veces pensamos que la vida evangélica es ante todo privación. Eso mismo pensó el hombre rico. En realidad, la decisión de seguir al Señor por encima de todas las cosas es sumamente “conveniente”, no solo para salvar el alma en el futuro, sino también para degustar “cien veces” más la vida en esta tierra. El pasaje extraído del libro de la Sabiduría concluye: “Con ella (la sabiduría que viene del cielo) me vinieron a la vez todos los bienes e incalculables riquezas en sus manos”. Aquel que pone delante de todo a Dios en su vida entra a formar parte de su “familia” en la que encuentra hermanos y hermanas para amar, padres y madres para venerar, casas y campos para trabajar.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.