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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 25 de octubre

Homilía

El Evangelio según Marcos, que nos ha acompañado durante los domingos de este año, hoy nos muestra al Señor en su última etapa antes de entrar en Jerusalén. A lo largo del camino hemos visto el clima nuevo, casi de fiesta, que Jesús creaba entre la gente de las ciudades y los pueblos por donde pasaba. Muchos acudían a él, sobre todo los débiles, los pobres, los leprosos y los enfermos. Todos deseaban acercarse a él, tocarlo, hablarle: querían de él paz y felicidad. Jesús los acogía a todos y creaba un clima de confianza y de esperanza. Incluso los más alejados y los más despreciados podían acercarse a él e invocar la curación y la salvación. Es más, con su comportamiento los exhortaba a dirigirse a él con fe. Lo único que pretendía Jesús es que aquellos que se le acercaban para pedirle algo, lo hicieran con fe. El motivo era profundo: la oración hecha con fe siempre abre el corazón a una manera distinta de vivir. Esa manera, sin embargo, solo se aprende cuando uno es pobre o se da cuenta de que lo es.
Eso es lo que había entendido Bartimeo que pedía caridad en la puerta de Jericó. Como todos los ciegos, también él estaba revestido de debilidad. En aquel tiempo los ciegos no podían más que pedir caridad, añadiendo así a la ceguera la dependencia total de los demás. En los Evangelios son la imagen de la pobreza y de la debilidad. Bartimeo, como Lázaro, como muchos otros pobres cercanos y lejanos de nosotros, está a las puertas de la vida esperando algo de ayuda. Este ciego se convierte en ejemplo para todos nosotros, ejemplo del creyente que pide y reza. A su alrededor todo es oscuridad. No ve a los que pasan, no reconoce a los que están cerca de él, no distingue ni los rostros ni las actitudes. Pero aquel día pasó algo distinto. Oyó el ruido de la muchedumbre que se acercaba y, en la oscuridad de su vida y de sus percepciones, intuyó una presencia. Había oído que era Jesús de Nazaret, dice el Evangelista. Tuvo la sensación de que aquel joven profeta no era como tantos otros hombres que habían pasado por su lado hasta entonces. A cuántos había oído pasar en todos los años que pedía caridad! ¡A cuántos había tendido la mano, a cuántos había pedido ayuda, a cuántos había oído pasar cerca y luego alejarse! Es la experiencia de no ver, y también es la experiencia de la limosna, del encuentro de un momento y luego de toda la distancia que se deja entre los ricos y los que mendigan, entre los que ven y los que no ven.
Bartimeo es un hombre que se ve obligado a pedir por la ausencia de otros recursos. Es un mendigo y no puede hacer más que pedir. Ante la noticia de aquella visita empieza a gritar: “¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!”. Es una invocación muy pobre. No es un modo de hablar formado, como el de aquel hombre rico que observaba todos los mandamientos desde su juventud y que se dirigió a Jesús llamándolo "bueno". Aquí la invocación es simple y a la vez dramática. Aquel ciego no tiene nada más que el grito. Es la única manera que tiene para superar la oscuridad y la distancia que no era capaz de medir. Sin embargo, aquel grito no gustó a la muchedumbre, y muchos “le increpaban”, subraya el evangelista, intentaban hacer que callara. Era un grito incómodo, un grito descompuesto y exagerado, como suelen ser a menudo los gritos de los pobres. Podía alterar también aquel feliz encuentro entre Jesús y la gente de la ciudad. En toda su presunta razón aquella lógica era despiadada. No solo le gritaron, sino que también querían hacerle callar. Aquel ciego no tenía nada que ver con la vida de aquella ciudad. Le habían permitido mendigar, siempre que no alterase los ritmos normales y ordinarios de la ciudad. Para aquella muchedumbre formada por hombres que creían estar sanos y que no debían nada a nadie era fácil inculcar temor y miedo a un pobre mendigo que dependía de ellos para todo.
La presencia de Jesús hizo que aquel hombre superase todo temor. Bartimeo oyó que su vida pobre cambiaba totalmente a partir de aquel encuentro y con voz todavía más fuerte gritó una vez más: “¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!”. Es la oración de los pequeños, de los pobres que día y noche, sin pausa porque continua es su necesidad, se dirigen al Señor. Es la invocación de los débiles que han recibido la noticia de que pasa y depositan en él toda su esperanza. Jesús no es sordo al grito de los débiles. Al oír aquel grito de ayuda, se detuvo. Es como el buen samaritano que no pasa de largo como hicieron el sacerdote y el levita, y como quería la muchedumbre que hiciera Jesús. Al contrario, Jesús se detuvo y contestó el grito de Bartimeo. La respuesta empieza con un llamamiento: “Jesús se detuvo y dijo: Llamadle. Llaman al ciego, diciéndole: "¡Ánimo, levántate! Te llama". Siempre es el Señor, el que llama, pero se sirve de muchos otros hombres, de su palabra. Estos se acercan a nosotros y nos animan a ir hacia Jesús, e incluso nos llevan a él. El encuentro con el Señor siempre es personal, requiere un coloquio directo, familiar, como el de un hijo que se dirige confiado al padre.
Bartimeo, apenas oír que Jesús quería verle, arrojó su manto y corrió hacia él. Arrojó aquel manto que lo cubría desde hacía años. Tal vez era el único abrigo contra el frío de los inviernos y sobre todo de los corazones endurecidos de la muchedumbre. Ya no tenía sentido cubrir su pobreza, ya no necesitaba su protección, porque había oído que el Señor lo llamaba. Dio un brinco y fue corriendo hacia Jesús. Corría a pesar de no ver nada. En realidad “veía” mucho más profundamente que toda aquella muchedumbre. Oyó la voz de Jesús y fue hacia aquella voz. Era solo una voz, pero era la única que finalmente lo llamaba para acogerlo. Era distinta de los murmullos y de las palabras groseras de la muchedumbre que quería hacerlo callar. Aquella voz, aquella palabra, era para él un nuevo punto de referencia, tan firme que le permitía correr, mientras todavía era ciego, sin ninguna ayuda. Bartimeo siguió la voz y llegó al Señor. Sucede lo mismo con aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica. Escuchar la Palabra de Dios no lleva hacia el vacío, no lleva hacia un imaginario psicológico. Escuchar lleva a encontrar personalmente al Señor. Eso es lo que le sucedió a Bartimeo. Y Jesús empieza a hablar, casi como prolongando el llamamiento que le había hecho. Es realmente distinto de todos aquellos que hasta entonces había conocido.
Jesús no echa en sus manos alguna moneda, aunque habría sido necesario, para luego irse. No, se detiene, le habla, muestra interés por él y por su situación y le pregunta: "¿Qué quieres que te haga?". Bartimeo, sin interponer tiempo y palabras inútiles, del mismo modo que antes había rezado con simplicidad, le dice: "Rabuní, ¡que vea!". Bartimeo había reconocido la luz sin haberla visto. Por eso recuperó al instante la vista. “Vete, tu fe te ha salvado”, le dice Jesús.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.