ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 6 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Romanos 15,14-21

Por mi parte estoy persuadido, hermanos míos, en lo que a vosotros toca, de que también vosotros estáis llenos de buenas disposiciones, henchidos de todo conocimiento y capacitados también para amonestaros mutuamente. Sin embargo, en algunos pasajes os he escrito con cierto atrevimiento, como para reavivar vuestros recuerdos, en virtud de la gracia que me ha sido otorgada por Dios, de ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo. Tengo, pues, de qué gloriarme en Cristo Jesús en lo referente al servicio de Dios. Pues no me atreveré a hablar de cosa alguna que Cristo no haya realizado por medio de mi para conseguir la obediencia de los gentiles, de palabra y de obra, en virtud de señales y prodigios, en virtud del Espíritu de Dios, tanto que desde Jerusalén y en todas direcciones hasta el Ilírico he dado cumplimiento al Evangelio de Cristo; teniendo así, como punto de honra, no anunciar el Evangelio sino allí donde el nombre de Cristo no era aún conocido, para no construir sobre cimientos ya puestos por otros, antes bien, como dice la Escritura: Los que ningún anuncio recibieron de él, le verán, y los que nada oyeron, comprenderán.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo sabe perfectamente que él no fundó la comunidad cristiana de Roma, y aun así siente el deber de anunciar el Evangelio allí, en la ciudad capital del Imperio romano. Además, la predicación del Evangelio es para él motivo de gloria. Y añade: tengo "como punto de honra, no anunciar el Evangelio sino allí donde el nombre de Cristo no era aún conocido". Con estas palabras que el apóstol dirige a los cristianos de Roma, parece querer recordar a toda la Iglesia, a todas las comunidades cristianas, la tarea de la nueva comunicación del Evangelio, tanto en las tierras que hace tiempo que son cristianas como en aquellas tierras en las que el Evangelio ha llegado recientemente. Hay que empezar nuevamente a partir de Jesús, en todo el mundo, también en este mundo de principios del tercer milenio. Podemos decir que la misión de la Iglesia no ha hecho más que empezar. No ha hecho más que empezar para nosotros, cristianos de antigua evangelización, porque hay muchas páginas del Evangelio que debemos comprender en su sentido profundo, como las de la paz y el amor por los enemigos. Centrarse en los temas y los problemas organizativos conlleva el riesgo de apartarnos del primado de la comunicación del Evangelio que era la verdadera "honra" de Pablo y que se convierte en la "honra" de la Iglesia de hoy. Hay muchas partes de la tierra –y pienso en la gran Asia– donde todavía debe ser anunciado el Evangelio. Es uno de los grandes desafíos al que los cristianos de hoy deben dar respuesta a partir de esta Epístola a los Romanos. El apóstol, que afirmaba no haber bautizado a nadie, se tomaba la predicación del Evangelio entre los paganos como un "servicio sacerdotal": comunicando el Evangelio ofrecía a Dios a aquellos que lo acogían.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.