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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XXXIII del tiempo ordinario
Recuerdo de la dedicación de la basílica de Santa Maria in Trastevere. En esta iglesia reza cada tarde la Comunidad de Sant'Egidio.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 15 de noviembre

Homilía

Nos acercamos a la conclusión del año litúrgico. El pasaje evangélico forma parte del “discurso escatológico” (es decir, el de las "realidades últimas”), que en Marcos comprende todo el capítulo 13. Jesús acaba de salir del templo, donde ha elogiado a una pobre viuda que había echado en el tesoro todo cuanto tenía para vivir. Con los discípulos se dirige hacia el monte de los olivos, desde donde se puede admirar el esplendor del templo. Los discípulos, mirando aquella increíble construcción, quedan admirados y uno de ellos le dice a Jesús: “Maestro, mira qué piedras y qué construcciones”. En efecto, se trataba de un complejo arquitectónico que suscitaba la maravilla de quien lo observara. En el Talmud leemos: “Aquel que no ha visto terminado el santuario en toda su magnificencia, no sabe qué es la suntuosidad de un edificio" (Suka 51b). Jesús, casi interrumpiendo las expresiones de maravilla del discípulo, dice a todos que no quedará piedra sobre piedra de aquella construcción. Los discípulos, lógicamente, se sorprenden y se muestran incrédulos ante dichas palabras; los tres más íntimos, a los que se añade Andrés, preguntan de inmediato cuándo se producirá ese desastre. Y Jesús contesta con un largo discurso del que hemos escuchado el punto culminante. Tras haber hablado de la “gran tribulación” de Jerusalén, Jesús anuncia que seguirán fenómenos cósmicos: “El sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas”. Y añade: “Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria”.
El texto evangélico sugiere que el “Hijo del hombre” no viene en el cansancio de nuestras costumbres ni entra a formar parte de la evolución natural de las cosas. Cuando venga, traerá un cambio radical tanto en la vida de los hombres como en la misma creación. Para expresar esta transformación profunda –una especie de violenta interrupción de la historia– Jesús retoma el lenguaje típico de la tradición apocalíptica que entonces estaba muy difundido y habla de un caos cósmico, de un cataclismo del sistema planetario. Ya el profeta Daniel había preanunciado: “Serán tiempos difíciles como no los habrá habido desde que existen las naciones hasta ese momento. Entonces se salvará tu pueblo, todos los inscritos en el libro”. Los textos de las Escrituras no avalan, sin embargo, una especie de “teoría de la catástrofe”, según la cual debe producirse primero una debacle en el mundo hasta llegar a una aniquilación total para poder luego esperar finalmente que Dios haga el bien sobre todas las cosas. No, Dios no llega al final, cuando todo está perdido. Él no reniega de su creación. En el libro del Apocalipsis leemos: “Tú has creado el universo; por tu voluntad, existe y fue creado” (4,11).
Las Escrituras, en todas sus páginas, exhortan más bien a obrar (y a invocar) por la instauración de una creación nueva según la imagen de la ciudad futura que se nos describe en las páginas finales del Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo" (21,1-2). La devastación de la creación, que existe y existirá, tiene por fin la instauración de esta “Jerusalén” en la que se reunirán todos los pueblos de la tierra. Si del templo que veían los apóstoles no iba a quedar piedra sobre piedra es porque en la futura Jerusalén no habrá templo, pues tal como está escrito: “No vi Santuario alguno en ella; porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero, es su Santuario” (Ap 21,22).
Jesús habla de los “últimos días”, pero dice también que tales acontecimientos sucederán en “esta generación”, es decir, en el tiempo de los que le escuchaban. Además, la misma presencia de Jesús modifica el curso normal de la vida del mundo. No hay más que pensar en los cambios que se producían tras su predicación y en lo que sucederá con la resurrección. La irrupción del “hijo del hombre” ya se había producido e iba a continuar durante todas las generaciones que se sucederían a lo largo de la historia. El “día del Señor", prefigurado por Daniel y por los demás profetas, irrumpe en cada generación, e incluso cada día de la historia. Es sugerente la expresión que utiliza Jesús sobre la proximidad de los “últimos días”. Dice: “Sabed que está a las puertas”. Esta imagen se utiliza otras veces en las Escrituras para exhortar a los creyentes a estar atentos para acoger al Señor que pasa. “El juez está ya a las puertas”, escribe Santiago en su carta (5,9). Y el Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (3,20). A las puertas de cada día de nuestra vida está el Señor que llama, está el “último día” que espera que lo acojamos, está el juicio de Dios que quiere transformar el tiempo que estamos viviendo.
El “fin del mundo” debe llegar cada día; cada día tenemos que poner fin a un pequeño o gran trozo del mundo malo y malvado que no Dios, sino los hombres siguen construyendo. Además los días que pasan terminan inexorablemente, aunque la herencia de bien o de mal continúa. Las Escrituras nos invitan a tener ante nuestros ojos este futuro hacia el que nos dirigimos: el fin del mundo no es la catástrofe sino la instauración de la ciudad santa que baja del cielo. Se trata de una ciudad, es decir de una realidad concreta, no abstracta, que reúne a todos los pueblos alrededor de su Señor. Ese es el objetivo (y en cierto modo también el final) de la historia. Pero esta ciudad santa debe sembrarse ya ahora en nuestros días, para que pueda crecer y transformar la vida de los hombres a su semejanza. No se trata de un injerto automático y fácil, sino del trabajo cotidiano que cada creyente debe llevar a cabo, sabiendo que "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.