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Memoria de la Iglesia
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Recuerdo de San Francisco Javier, jesuita del siglo XVI, misionero en India y Japón. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 3 de diciembre

Recuerdo de San Francisco Javier, jesuita del siglo XVI, misionero en India y Japón.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Isaías 26,1-6

Aquel día se cantará este cantar en tierra de Judá:
"Ciudad fuerte tenemos;
para protección se le han puesto
murallas y antemuro. Abrid las puertas, y entrará una gente justa
que guarda fidelidad; de ánimo firme y que conserva la paz,
porque en ti confió. Confiad en Yahveh por siempre jamás,
porque en Yahveh tenéis una Roca eterna. Porque él derroca a los habitantes de los altos,
a la villa inaccesible;
la hace caer, la abaja hasta la tierra,
la hace tocar el polvo; la pisan pies, pies de pobres,
pisadas de débiles."

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Esta página es un canto de alabanza y de acción de gracias. El motivo de la alegría y de la gratitud es doble. Por un lado los creyentes se alegran a causa de la destrucción de la "villa inaccesible", Babilonia, símbolo de la soberbia y de la prepotencia de los poderosos que aplastan a los débiles y a los pobres, y por otro de la edificación de una "ciudad fuerte", Jerusalén, que acoge al pueblo fiel al Señor. La ciudad construida por Dios tiene murallas firmes e inexpugnables. Pero el canto exhorta a los fieles a confiar sólo en Dios: "Confiad en el Señor por siempre jamás, porque en el Señor tenéis una Roca eterna". La confianza del creyente reposa, por tanto, sobre la roca del amor de Dios que no puede derrumbarse, y no en él mismo o en sus murallas. ¡Demasiadas veces lo olvidamos! Y seguimos confiando en nosotros mismos, en nuestras costumbres, en nuestras seguridades, pensando que son importantes para defender nuestro bienestar, nuestros límites y nuestras posesiones. Es fácil construirse una barrera que rechaza a los hermanos y las hermanas, que aleja a los pobres y a los débiles. El profeta exhorta a tener las puertas de la ciudad, las puertas de nuestro corazón, siempre abiertas, a no encerrarnos. La insistencia del papa Francisco en salir hacia todos recoge esta perspectiva bíblica de la puerta siempre abierta, tanto para que los creyentes salgan hacia todos como para dejar entrar en la ciudad a todo el que se encuentre en necesidad. La ciudad se convierte en el lugar donde vive el pueblo de los justos y el pueblo de los pobres, dos pueblos unidos e inseparables. Los creyentes y los pobres habitan juntos esta ciudad que ciertamente viene del cielo pero que empieza ya en la tierra. La separación en su interior tiene consecuencias desastrosas. Escribe el profeta: el Señor "derroca a los habitantes de los altos, a la villa inaccesible; la hace caer, la abaja hasta la tierra, la hace tocar el polvo". La distancia de los pobres es distancia de Dios. La imagen de la ciudad rebajada hasta el suelo es dura y áspera pero verdadera. Es indispensable acoger la revolución de Dios. Como sucede con Jesús. María, la Madre de Jesús, canta la revolución de la lógica mundana: "Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los de corazón altanero. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes" (Lc 1, 51-52).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.