ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

II de Adviento
Recuerdo de San Nicolás (+ 350). Fue obispo en Asia menor (la actual Turquía), y es venerado en todo Oriente.
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 6 de diciembre

Homilía

Para nosotros, hombres y mujeres "modernos", rodeados de una civilización de ruidos, de múltiples mensajes, de un caos que distrae, de una especie de gran parque de atracciones de lo efímero, no es fácil comprender la figura de Juan Bautista. Hombre robusto y severo, en su esencialidad, Juan es un buen compañero para volver a descubrir el sentido verdadero de la vida. Después de Jesús y de la Virgen, es uno de los personajes más venerados en el imaginario colectivo de la ecumene cristiana. Su fama, fortalecida por la proliferación de reliquias, se ha extendido incluso fuera del mundo cristiano. Baste con pensar en el islam: dentro de la gran mezquita de los Omeyas, en Damasco, casi al centro está la tumba de Juan Bautista, todavía hoy rodeada de pobre gente. Juan es una figura compleja. Ya desde el inicio ha provocado discusiones. Jesús increpó a los apóstoles a propósito de Juan: "¿Qué salisteis a ver en el desierto?" (Mt 11,7). Hay un rasgo característico del Bautista: es un hombre que habla. Desde el púlpito de una vida severa y esencial, habla con voz fuerte y grita a todo hombre que debe esperar al Señor.
Pero Juan no habla por iniciativa personal suya, sino porque ha sido alcanzado por la "palabra", en ese preciso año y en ese preciso lugar, como advierte Lucas: "En el año quince del imperio de Tiberio ... fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto". La "palabra" no es un hecho pasajero, no es una especie de entidad vagamente espiritual, ni tampoco un mito o una idea. Es, por el contrario, una realidad histórica que "desciende" en la historia de los pueblos y que mantiene lazos con las fechas de los hombres, no sólo con los del pueblo de Israel sino también con los del mismo imperio romano. Y con los de nuestro tiempo. Y el desierto no es un lugar tan lejano de nosotros: es el desierto de nuestras ciudades, donde una vida digna de este nombre es con mucha frecuencia rara; es el desierto de este mundo donde el pecado y la soledad provocan amargura y muerte. Juan es un testigo y un predicador libre de los juegos viciosos y lascivos, libre de las intrigas de los palacios de los reyes, libre de los placeres de los hombres que llevan vestidos de seda. Es un hombre pobre. Sus vestidos manifiestan su situación de pobreza: sólo viste piel de camello y un cinturón en el costado. Es pobre en el alimento: langostas y miel silvestre. Pero en su pobreza es libre.
Juan habla con fuerza y ataca a los fariseos y saduceos desvelando su habilidad para fingir arrepentimiento y permanecer siempre iguales a sí mismos. Así, su palabra no tiene miedo de indicar lo que sucede en el palacio del rey, aunque esta valentía le costará la vida. En definitiva, Juan no justifica el orgullo de los que se sienten seguros porque viven en determinados palacios o en sus inmediaciones, ni tampoco el orgullo de los que se sienten seguros por quién sabe qué méritos, quizá por ser "hijos de Abrahán". El orgullo está lejos del corazón de Juan: "no soy digno de desatarle la correa de su sandalia" (cfr. Jn 1, 27), dice refiriéndose a Jesús. Este hombre humilde sabe acusar el orgullo y la autosuficiencia con gran firmeza. La humildad no es miedo, no es silencio, no es moderación, no es espíritu de amoldarse. El humilde pone su confianza en el Señor, y sólo en Él.
Pero la fuerza y la valentía no le hacen inhumano ni lejano: Juan sabe escuchar, sabe hablar, sabe realizar gestos de perdón hacia aquella larga fila de hombres y mujeres que acuden a él para confesar sus pecados y bautizarse con el bautismo de penitencia. Es un profeta que grita. Y grita porque tiene que hacer espacio, en medio del caótico desierto de este mundo, a una vida nueva. Quiere abrir en el desierto el camino al Señor. El evangelista Lucas retoma las palabras del profeta anónimo (el segundo Isaías) que describen el regreso de Israel del exilio de Babilonia. Es la narración de un gran camino recto y allanado, similar a los que en la antigüedad conducían a los templos, las denominadas "vías procesionales" que había que recorrer en medio de cantos y alegría. Es necesario allanar muchas asperezas de orgullo y de arrogancia. Es preciso colmar muchos valles hechos de frialdad e indiferencia, y preparar así el camino del Señor que viene. En su severa crudeza, Juan es esta voz que grita: "¡convertíos porque el Señor está cerca!". Es un mensaje simple pero radical. Un oído acostumbrado a estas palabras las podría clasificar entre las ya conocidas, pero quien considera ya conocido lo que el profeta dice engrosa el número de aquellos fariseos que intentan librarse del "juicio de Dios". Quizá también a nosotros se nos pide alcanzar a Juan en el desierto y pedirle su bautismo de penitencia, para esperar y trabajar por un mundo diferente. Así veremos abrirse en el desierto un camino amplio donde el único atasco –que en este caso alegra– será el de los pobres, el de los débiles, el de todos los que van en búsqueda de una palabra de salvación.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.