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Navidad del Señor
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Libretto DEL GIORNO
Navidad del Señor
Viernes 25 de diciembre

Homilía

"El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande" (Is 9,1). Son las palabras del profeta Isaías que anuncian lo que ha sucedido esta noche. Es una noche diferente a las demás noches: nos ve a todos aquí reunidos, alrededor de un Niño recién nacido. El Evangelio de Lucas escribe de aquella noche: "Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño". Son palabras que podríamos aplicar también a nuestra vida. En efecto, también nosotros nos ocupamos de "nuestros rebaños", de "nuestras cosas", ya sean consoladoras o duras, simples o complejas, alegres o dolorosas. Ciertamente, en lo más secreto del corazón, cada uno tiene quizá un problema, una angustia, una pregunta, o tal vez una oración. Esta noche, como le sucedió entonces a los pastores, también a nosotros se nos aparece un ángel, se presenta delante de todos y dice: "No temáis, pues os anuncio una gran alegría, os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor". Nosotros, reunidos en esta Santa Liturgia, hemos escuchado esta voz, para algunos ha resonado más fuerte, para otros menos, y para otros puede hundirse en recuerdos lejanos. Lo que cuenta esta noche es que todos hemos salido de nuestras casas para venir aquí a ver al niño que ha nacido.
Pero no basta con entrar en la iglesia. Es necesario que nuestro corazón siga caminando. La Navidad no está detrás de la esquina, no está al alcance de la mano como quisieran hacernos creer los adornos y las luces de las calles de nuestra ciudad. Hablando del viaje de María y de José, el Evangelio lo presenta como un camino en subida: "Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén". Esto quiere decir que la Navidad no se puede dar por descontado; que comprender lo que sucede esta noche no es algo que se pueda dar por descontado. Es más, existe el riesgo de desviarnos. Necesitamos salir de nuestras casas, quizá de noche, como hizo Nicodemo. Pero es todavía más necesario tener un corazón atento, vigilante y dispuesto a escuchar la palabra del ángel. Sí, también nosotros debemos "subir" hacia Belén, "subir" hacia aquella gruta. El ángel de la Navidad nos repite también a nosotros lo que dijo a los pastores: "encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre". Nosotros hemos venido aquí para ver al Señor. ¡Sí! Queremos ver a Jesús. Es un niño envuelto en pañales. Es pequeño e indefenso. Sin embargo es nuestro Salvador. Verdaderamente nos parece imposible. ¿Cómo puede un niño ser el Salvador?
Por esto la Navidad no se puede dar por descontado. Sobre todo para nosotros que estamos acostumbrados a exaltar la fuerza y a dar crédito sólo al poder. ¿Cómo es posible creer que aquel pequeño niño, nacido además en un establo, sea quien salva al mundo? ¿Cómo es posible creerlo ante los graves problemas del mundo? La imposibilidad parece todavía más evidente si pensamos en cómo acabará aquel niño. En el icono de la Natividad, la tradición de la Iglesia de Oriente presenta el misterio del nacimiento unido al de la muerte de Jesús: en efecto, la cuna es como un pequeño sarcófago, los pañales son como las vendas del sepulcro, y la montaña es el Calvario. Sin embargo, aquí está nuestra salvación: en este niño frágil, débil e indefenso. El misterio de la Navidad viene a decirnos que, para salvarnos, no estamos condenados a ser fuertes y poderosos según el mundo. Cierto, suena extraño para nuestros oídos porque nuestra mentalidad reconoce poco los signos evangélicos de la salvación. Es lo que sucedió en Belén, ciudad distraída y en fiesta, pero no sólo. Nosotros recordamos lo sucedido con el pesebre y nos conmovemos. Y hacemos bien, pero en aquella escena está la cruda realidad de una ciudad que no sabe acoger a dos jóvenes extranjeros y a su hijo que está a punto de nacer. Los hombres no saben encontrarles un lugar; todo está ocupado, y Jesús debe nacer fuera, en un establo. Es una historia muy antigua pero a la vez muy actual.
Pero es justo conmoverse. Claro, no por la fría indiferencia de Belén y nuestra; es justo conmoverse por el gran amor de Dios. Él ha venido aunque nosotros no lo hayamos reconocido, como escribe Juan también en su prólogo: "Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron". Y ni siquiera se ha marchado cuando no le hemos abierto la puerta. Por esto es justo conmoverse; y por esto es saludable venir a ver a este Niño. Es verdaderamente grande, es verdaderamente diferente. Nos viene también a nosotros aquel deseo irreprimible de Francisco de Asís cuando en la lejana Navidad de 1223 dijo: "Quiero ver a Jesús". E inventó el Belén viviente. Cuenta una tradición que Francisco estrechó entre sus brazos a un pequeño recién nacido venido del cielo. La fragilidad de aquel niño tocó el corazón de Francisco y conmovió a todos los campesinos que habían acudido. Así fueron tocados en el corazón los primeros pastores de Belén. Ellos, quizá rudos y embrutecidos por el trabajo, reconocieron en aquel Niño el amor del Señor que se había acercado a ellos. Si Jesús hubiera nacido en un palacio no lo habrían encontrado. Aquel Niño está ahora delante de nuestros ojos para que también nosotros nos conmovamos y, como aquellos pastores, como Francisco de Asís, lo abracemos, lo estrechemos a nuestro corazón para que permanezca siempre con nosotros

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.