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Domingo de la Santa Familia
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Domingo de la Santa Familia

Domingo de la Sagrada Familia
Recuerdo de san Juan, apóstol y evangelista: "el discípulo a quien Jesús amaba" y que bajo la cruz tomó consigo a María como su madre
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Libretto DEL GIORNO
Domingo de la Santa Familia
Domingo 27 de diciembre

Homilía

Han pasado pocos días desde la Navidad y la liturgia nos lleva a Nazaret para encontrar a esa singular familia. Con esta fiesta litúrgica la Iglesia quiere subrayar que también Jesús necesitó una familia, estar rodeado del cariño de un padre y de una madre. Aunque los Evangelios dan poco espacio a la vida familiar de Jesús y sólo refieren algunos episodios de su infancia; la familia ha marcado la vida de Jesús durante treinta años. La frase final del pasaje evangélico de este Domingo está llena de sentido: "Vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2, 51-52).
Son pocas palabras pero valen los treinta años de "vida oculta" en Nazaret. A nosotros, enfermos de eficientismo, nos surge de inmediato la pregunta: ¿por qué ha vivido Jesús tanto tiempo de forma escondida? ¿No habría podido emplear aquellos años, o al menos una parte de ellos, de forma más fructífera, anunciando el Evangelio, curando a los enfermos, en definitiva, ayudando lo más posible a quien estaba en necesidad? Además de considerar que no sabemos qué hizo, no obstante, si prestáramos más atención al Evangelio quizá escucharíamos esta respuesta: "tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres" (Mc 8, 33). Cierto es que aquellos treinta años nos permiten comprender aún mejor las palabras de Pablo: "Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre". Sí, Jesús ha vivido en familia, como todos, como queriendo decir que la salvación no es ajena a la vida ordinaria de los hombres. Quizás también por esto la Iglesia ha considerado "apócrifos" todos aquellos relatos creados a partir de la tierna curiosidad de los primeros cristianos que querían dar un carácter extraordinario y milagroso a la infancia y adolescencia de Jesús.
Por el Evangelio sabemos que la vida en Nazaret está marcada por la normalidad: no hay milagros o curaciones, no se narran predicaciones, no se ven multitudes que acuden; todo sucede "con normalidad", según las costumbres de una pía familia israelita. Pues bien, la festividad de hoy nos sugiere que también aquellos años fueron santos. La familia de Jesús era una familia normal, compuesta por personas que vivían del trabajo de sus manos; no vivían, por tanto, ni en la miseria ni en la abundancia, tal vez con una cierta precariedad. Sin embargo, no hay duda de que eran ejemplares: se querían realmente, aunque probablemente no faltaron incomprensiones, reproches e incluso correcciones, como se deduce por ejemplo del episodio del extravío en el Templo. Aquel día María y José no comprendieron lo que Jesús estaba haciendo, llegaron incluso a regañarle.
Ciertamente, José y María observaban las tradiciones religiosas de Israel, y sentían la obligación de educar a Jesús. El Deuteronomio prescribía: "Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado" (Dt 6, 6). Sería bello recorrer las tradiciones religiosas de una devota familia judía del tiempo para poder comprender aún más la vida de Jesús y de la familia de Nazaret. Nos conmoveríamos si conociéramos las oraciones que los tres recitaban por la mañana y por la tarde; nos edificaría saber cómo Jesús adolescente afrontaba las primeras citas religiosas y civiles, y cómo trabajaba con José como un joven obrero; y su compromiso en la escucha de las Escrituras, en la oración de los salmos y en tantas otras costumbres. Y ¡cuánto podrían aprender las madres de las preocupaciones de María hacia aquel hijo! ¡Cuánto podrían aprender los padres del ejemplo de José, hombre justo, que dedicó su vida a sostener y a defender al niño y a la madre y no a sí mismo!
Pero hay una profundidad en aquella familia que permaneció oculta a los ojos de sus contemporáneos, pero que el Evangelio nos revela a nosotros, y es la "centralidad" de Jesús en aquel núcleo familiar. Este es el "tesoro" de la "vida oculta": María y José acogieron a aquel Hijo, lo custodiaron y lo vieron crecer en medio de ellos, es más, dentro de su corazón, aumentando a la par su cariño y su comprensión. Esta es la razón por la que la Familia de Nazaret es santa: porque estaba centrada en Jesús. Esa angustia que sintieron cuando no encontraban a Jesús a sus doce años, debería ser nuestra angustia cuando nos alejamos de él. Nosotros, a veces conseguimos estar más de tres días sin ni siquiera acordarnos del Señor, sin leer el Evangelio, sin sentir la necesidad de su amistad. María y José se movieron y lo encontraron, -no entre los parientes y los conocidos -allí es difícil encontrarlo- sino en el Templo, entre los doctores.
También nosotros encontramos a Jesús en esta celebración. Él nos habla también a nosotros, más grandes y maleados, llenos de nuestra sabiduría y endurecido por nuestras certezas. Y nos ofrece la lección más importante, la de ser todos hijos de Dios. Nos lo dice desde que es niño, desde las primeras páginas del Evangelio, y nos lo repite hasta el final, desde lo alto de la cruz cuando se confía totalmente al Padre como un hijo. El Evangelista advierte al final que en Nazaret Jesús "crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres". También nosotros debemos crecer en el conocimiento y en el amor de Jesús. Nazaret, aldea periférica de Galilea y lugar de la vida cotidiana de la Sagrada Familia, representa toda la vida del discípulo que acoge, custodia y hace crecer al Señor en su corazón y en su vida. No es casualidad que "Nazaret" signifique "La que custodia". Nazaret es María, que "conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón". Nazaret es la patria y la vocación de todo discípulo. Aunque el mundo siga diciendo: "¿Puede venir de Nazaret algo bueno?"

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.