ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

II Domingo después de Navidad Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 3 de enero

Homilía

La Liturgia nos sumerge de nuevo en la Navidad, en el misterio de ese Niño "envuelto en pañales y acostado en un pesebre". En estos días podemos hacer nuestras las palabras del Prólogo de Juan cuando exclama: "hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad". Sí, también nosotros hemos visto la gloria de aquel niño. Cierto, nos hemos tenido que poner en viaje. Como hicieron aquellos pastores también nosotros hemos tenido que escuchar las palabras del ángel y dejar nuestros rebaños, nuestras perezas, nuestras costumbres, ese egocentrismo que llevamos pegado encima. Así hicieron también María y José, que desde Galilea tuvieron que ir a Belén. También los magos se dejaron guiar por la estrella para alcanzar a aquel Niño y adorarlo.
Pero hay un camino que nos precede, un viaje anterior, el del mismo Dios. Sí, mucho antes que nosotros, el Señor se ha puesto en camino, ha afrontado un viaje para venir entre los hombres, para llegar a la extrema periferia de la tierra. La Palabra de Dios que hemos escuchado abre como una rendija sobre este viaje del Señor que desciende hacia nosotros. Es un viaje apasionado, lleno de amor, completamente de descenso hacia el más bajo de los hombres, hacia la periferia más extrema. No se ha quedado con nada para sí. Su única ambición es estar junto a nosotros para salvarnos. El libro del Sirácide nos habla de la Sabiduría que "sale de la boca del Altísimo" y que todo lo sostiene. Así también el evangelista Juan afirma en el Prólogo que: "En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios... Vino a los suyos… y puso su Morada entre nosotros". El Sirácide nos recuerda la orden de Dios a la Sabiduría: "Pon tu tienda en Jacob –le dice el Señor-, sea Israel tu heredad... Así –recuerda la Sabiduría- me establecí en Sión. En la ciudad amada me hizo descansar". La pequeña ciudad de Sión y la modesta nación de Jacob se convierten en la morada de Dios en la tierra.
También nosotros, gente pequeña y modesta, débil y pecadora, hemos sido sin embargo escogidos por Dios para que su Palabra viniera a habitar en medio de nosotros para que fuéramos su pueblo, santuario de su Palabra. Nosotros somos el lugar deseado por Dios, el final de su viaje, como escribe todavía el Sirácide: "en la ciudad amada me hizo descansar, y en Jerusalén está mi poder. He arraigado en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad". Sí, nos hemos convertido en pueblo de Dios, escogidos por gracia, llamados "ciudad amada" por Dios y su "pueblo glorioso" para comunicar a todos los hombres su Palabra hasta las periferias más extremas. Es una tarea elevada que nos saca de nuestros pequeños recintos para insertarnos en ese camino que Dios mismo fue el primero en comenzar. Es una vocación alta que en esta Navidad se nos dona nuevamente.
Con el apóstol Pablo bendecimos al Padre que está en los cielos porque "nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor". Es una elección que el Señor ha hecho y que va más allá de todo mérito nuestro. Él quiere que seamos "santos e inmaculados", es decir, "hijos", es decir, como Jesús. Y en Navidad vivimos este renacer. Es en el corazón de cada uno de nosotros donde aquel niño debe renacer. Un antiguo sabio cristiano decía: "Aunque Cristo naciera mil veces en Belén, si no lo hace en tu corazón estarías perdido para siempre". Y el renacer se produce cada vez que acogemos la Palabra de Dios en nuestros corazones. Sí, cada vez que la escuchamos con humildad y con disponibilidad es Navidad. La Palabra hace renacer, como escribe el evangelista Juan: "Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios,... los cuales no nacieron de sangre ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre sino que nacieron de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros". La Palabra de Dios está en la raíz de nuestra filiación y de nuestra fraternidad, ella nos engendra a una nueva vida y se convierte en la fuerza que nos hace superar las fronteras del mal y ser testigos del amor y la paz. ¿Qué quiere decir "dar el poder de hacerse hijos de Dios"? Quiere decir que la Palabra nos engendra como hijos de Dios y miembros de este pueblo santo, un pueblo que se convierte en santuario del Evangelio para el mundo. Pero hay un poder ulterior: quien es hijo del Evangelio, quien se deja engendrar por la Palabra de Dios, a su vez se vuelve capaz de engendrar a otros a la vida. Gregorio Magno decía que la Palabra crece en nosotros mientras la leemos. Y el crecimiento no es sólo para nosotros mismos, sino también para engendrar a otros a la fe. Por eso hay un poder materno confiado a todos los que se dejan transformar el corazón por la Palabra. Es lo que le sucedió los pastores después de haber visto a aquel niño. Ellos, advierte el evangelista, contaron todo lo que se les había dicho y todos los que les escuchaban se asombraban de lo que les anunciaban. De la Palabra de Dios escuchada renace un pueblo de hijos que tienen el poder de transformar el mundo, de cambiar la historia liberándola del pecado, de la tristeza y de la violencia.
En Navidad y en este Domingo se nos ha abierto y donado la primera página del Evangelio, la del nacimiento de Jesús que viene a poner su morada en medio de nosotros. Desde esta primera página todos podemos volver a partir; desde ella podemos empezar a escribir de nuevo nuestra vida y crecer, día tras día, como crecía aquel Niño. Si deshojamos página tras página, día tras día, el pequeño libro del Evangelio, tratando de ponerlo en práctica, crecerá dentro y fuera de nosotros ese amor que salva. En el año que tenemos por delante, el Señor fielmente nos donará el Evangelio tanto en la Santa Liturgia como en la oración cotidiana. ¡No tengamos miedo de acogerlo! ¡No tengamos miedo de esa palabra! No nos robará la vida, los afectos, la alegría. Al contrario, el Evangelio da a quien lo acoge la profecía nueva que el mundo necesita para que crezcan en todos lados el amor, la paz y la alegría.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.