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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 10 de enero

Homilía

La Liturgia de este Domingo recuerda el bautismo de Jesús. Es la tercera manifestación del Señor después de la ocurrida a los pastores en la noche de Navidad y la de los Magos en la epifanía. Hoy, también nosotros somos conducidos a orillas del Jordán, allí donde Juan predicaba la conversión de los corazones y administraba un bautismo de penitencia. Muchos acudían a él para bautizarse, para renovar el corazón y esperar un mundo nuevo. Salían de sus casas, abandonaban sus lugares habituales y se dirigían a ese lugar, lejos de Jerusalén, aunque fuese áspero y desierto. Se había difundido la convicción de que precisamente allí –donde el antiguo pueblo de Israel atravesó el Jordán para entrar en la tierra prometida– precisamente allí el Señor manifestaría nuevamente al pueblo su fuerza liberadora. Lucas advierte que todo el pueblo "estaba expectante". Muchos esperaban un tiempo nuevo de paz y prosperidad, y sobre todo esperaban a quien liberase al pueblo de Israel de la situación de tristeza en que se encontraba. Por esto muchos acudían a aquel lugar, salían de sus costumbres ordinarias y acudían allí donde se escuchaba una palabra que tocaba el corazón y abría a una esperanza nueva. También Jesús dejó Nazaret para acudir a aquel lugar y esperar, junto a aquella multitud, la manifestación del poder de Dios.
Quizá en aquella orilla del Jordán, alrededor de aquel austero profeta, se comprendían con más claridad las palabras de los profetas y en especial las de Isaías, que anunciaba la venida del Señor. Él mismo conduciría al pueblo de Israel por el camino de la liberación. Se lee al comienzo de esas páginas: "Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia". Y Juan Bautista parecía precisamente aquel profeta del que habla Isaías, aquél que "en el desierto" estaba hablando al corazón de aquel pueblo para que se preparase el "camino al Señor". "Andaban todos -advierte el evangelista Lucas- pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo". Aquellos habitantes de Jerusalén y de las regiones cercanas necesitaban escuchar una palabra que les ayudase a esperar. Por esto acudían donde él.
Las palabras de Isaías que han abierto esta Santa Liturgia nos muestran a todos los que acuden movidos por la esperanza de un renacimiento tanto de su vida como de la del mundo. "Ahí está vuestro Dios", dice el profeta. En efecto, nuestro Dios no es un Dios lejano y sin rostro, sin palabras y sin amor. Él ha venido como un niño y tiene el rostro de un pastor que "pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas". Éste es el Salvador que la Liturgia de este tiempo sigue haciéndonos contemplar. Y parece insistir. En efecto, no se puede dar por descontado el reconocerlo, dominados como estamos por nosotros mismos y nuestros ritmos, con el corazón endurecido y los ojos empañados. El Evangelio del Bautismo de Jesús quiere sacudirnos de ese fácil replegarnos en nosotros mismos, de ese protagonismo que nos lleva a querer sobresalir siempre y que inexorablemente nos deja solos. Aquel día Jesús se mezcló con aquella multitud que se agolpaba a orillas del río, se puso en fila como todos, esperando su turno, para recibir el bautismo de penitencia. Ninguno se dio cuenta de quién era aquel joven venido de Nazaret. Juan, que tenía el corazón afinado por la oración y los ojos entrenados a las Escrituras, en cuanto le vio acercarse intuyó que era el enviado de Dios y que él no era digno ni siquiera de desatarle la correa de las sandalias. Según la narración de Mateo, Juan trataba de impedírselo, no quería bautizarlo. Pero tuvo que ceder ante la insistencia de Jesús.
Una vez más Jesús se manifiesta en la humildad. En Navidad, tanto los pastores como los magos le han visto niño, pequeño, indefenso, en un pesebre. Pues bien, esta pobreza y esta debilidad no han desaparecido en Jesús adulto. La humildad de aquel niño no ha disminuído al crecer en edad. Lucas aclara los motivos: en Nazaret Jesús crecía ciertamente en edad, pero también en sabiduría y en gracia, en la escucha de la Palabra y en la obediencia al Padre. Crecía de forma bien distinta a nosotros, que, generalmente, cuanto más crecemos en edad más fuertes, independientes y gestores de nuestra vida nos sentimos. Jesús, sin embargo, se pone en fila para dejarse bautizar. Por lo demás, nadie puede auto-bautizarse, nadie puede darse a sí mismo el Espíritu y la gracia. Podríamos decir que Jesús, en su humildad de Hijo, ha dejado que el Espíritu descendiese sobre él y tomara plena posesión de su corazón y de su mente. Narra el evangelista que Jesús, mientras está recogido en oración, se sumerge en el agua hasta desaparecer de la mirada de los presentes, y los cielos se abrieron. Es el momento esperado por multitud de profetas. Isaías lo había clamado con fuerte voz: "¡Ah! Si rompieses los cielos y desdendieras" (63, 19). Esta antigua oración era finalmente atendida: "se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo" (Lc 3, 21-22). Era la respuesta a la oración que Jesús mismo elevaba al Padre mientras se sumergía en el agua. El Padre le responde: "Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado". El cielo triste de los hombres se abrió y apareció el nuevo y gran diseño de amor de Dios hacia todos los hombres. También para Jesús comienza un tiempo nuevo. En el pasaje paralelo de Mateo se escribe que, inmediantamente después del Bautismo en el Jordán, Jesús "fue llevado por el Espíritu al desierto". No fue al desierto por iniciativa suya, por un proyecto suyo; no, fue "llevado por el Espíritu".
En esta fiesta del Bautismo de Jesús también nosotros somos invitados a sumergirnos en el diseño de amor de Jesús. Es su amor, no el nuestro. En efecto, nosotros somos liberados de nosotros mismos y de nuestros espíritus avaros. La Iglesia, como el Bautista, aquí y en todas partes del , nos exhorta y nos ayuda a sumergirnos en la nueva historia comenzada por Jesús. Dejémonos llevar también nosotros por el Espíritu, como ha hecho Jesús, y permanezcamos discípulos suyos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.