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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

IV del tiempo ordinario
Recuerdo de Modesta, vagabunda a la que se dejó morir en la estación de Termini, en Roma, que no fue socorrida porque estaba sucia. Con ella recordamos a todos los que mueren por las calles sin casa y sin auxilio.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 31 de enero

Homilía

Como hemos escuchado la semana pasada, Jesús vuelve entre los suyos, a Nazaret, donde pronuncia su primer discurso público. Quiere renovar la vida de siempre, la vida consumida por el tiempo, por los juicios y las costumbres. Después de haber escuchado la profecía de Isaías que hablaba del que venía a traer a los pobres la buena noticia, la liberación a los prisioneros y la vista a los ciegos, dijo: "Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy". El sueño de Dios comienza hoy, no en un mañana incierto: la palabra se hace realidad, no es uno de los muchos discursos que estamos acostumbrados a repetir y escuchar, no es una de las muchas palabras que acaban siendo iguales porque ninguna se cumple. Jesús es palabra y vida. También nosotros debemos unir las palabras a las decisiones concretas, al hoy, porque el Evangelio es una buena noticia para los pobres, para todos.
Pero, ¿cuál es la reacción a esta afirmación tan revolucionaria de Jesús? ¿Alegría? ¿Entusiasmo? No. Los habitantes de Nazaret, sus conocidos, se preguntan: "¿Acaso no es éste el hijo de José?". Es decir: "¡Es uno que conocemos bien! ¿cómo puede hacer realidad un sueño así?". Nuestra tentación es la de reducir el Evangelio a la vida de siempre. Creemos que ya sabemos; nos fiamos de nuestra experiencia, tanto que pensamos que ya ni siquiera sirve escuchar. Esperaban al salvador, pero no podían aceptar que se presentase con la semblanza de un hombre cualquiera, y además ya conocido. Jesús es el hijo de José, pero es también otro. La gente de Nazaret no quiere dilatar el corazón a sus sentimientos universales. ¡Y con qué facilidad se estrecha el corazón y se vuelve pequeño y mísero! Desconfían, están dispuestos a pensar mal. Es el problema de Nazaret: permanece en su vejez porque no toma en serio el hoy del Evangelio; cree en las cosas pero no en el espíritu que las puede cambiar desde lo profundo. ¡No hay esperanza en Nazaret! El profeta habla pero nadie lo toma en serio.
En el fondo, sus conciudadanos tienen razón. Pero es precisamente esta razón la que apaga la profecía. No por casualidad Jesús evoca al profeta Elías, quien, durante una dura carestía en el país, fue enviado sólo a una pobre viuda cerca de Sidón. Después del miedo inicial, esta pobre mujer acogió al profeta y le ofreció todo lo que tenía. Jesús recuerda también el episodio del profeta Eliseo enviado a curar la lepra de un único extranjero, Naamán el Sirio. Éste no era especialmente creyente; es más, era extranjero y encima bastante soberbio. Tanto él como la viuda acogieron a los profetas y fueron ayudados. En ellos prevaleció la necesidad de ayuda y curación, y se fiaron de las palabras del profeta; exactamente lo contrario de cuanto hicieron los habitantes de Nazaret. En Nazaret Jesús no encuentra mujeres necesitadas como aquella viuda, ni hombres deseosos de curación como aquel sirio pagano. Es acogido con suficiencia, ciertamente con curiosidad, dada la fama que se había difundido sobre él, pero no hay una actitud de escucha necesitada, ni una expectación interior de cambiar el corazón y la vida. Ellos buscan sensaciones mientras Jesús pide conversión; esperan prodigios y espectáculo, mientras que Jesús les invita a la fatiga cotidiana del cambio. Los nazarenos no aceptan.
Su incredulidad, y quizá también la nuestra, no está en el plano teórico. Es una incredulidad muy concreta: es el rechazo a que Jesús entre en las decisiones de la vida cotidiana; el rechazo a que su voz, similar en todo a nuestras voces, esté por encima de ellas. Es esta incredulidad la que impide al Señor realizar milagros. En el pasaje paralelo del Evangelio de Marcos se advierte con amargura que Jesús no pudo realizar ningún milagro en Nazaret a causa de su incredulidad (Mc 6, 8-9). La incredulidad ata el amor de Dios, reduce a la impotencia sus palabras haciéndolas totalmente ineficaces. En cierto modo las mata. Es por esto que la incredulidad se vuelve asesina. Igual que los nazarenos empujaron a Jesús fuera de su ciudad y trataron de matarle para que no volviera en medio de ellos reivindicando una autoridad sobre sus vidas, lo mismo sucede cada vez que no acogemos el Evangelio con un corazón sincero y disponible. Lo expulsamos de nuestra vida, fuera de la vida de los hombres. Y así hacemos que continúe ese "via crucis" que en Nazaret tuvo su primera etapa y en Jerusalén su culminación.
Quizá ya desde este día de Nazaret Jesús siente verdaderas para sí las palabras que dirá a sus discípulos: "Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa". Es la vocación del profeta. El comienzo del libro de Jeremías nos recuerda su increíble existencia tejida de sufrimientos, aislamiento y oposición. Pero el Señor le conforta: "Te harán la guerra, mas no podrán contigo, pues contigo estoy yo para salvarte" (Jr 1, 19). El apóstol nos indica el mejor de todos los caminos humanos, aquel al que todos debemos aspirar, todos: el camino de la caridad. ¿Quién es el más grande? El que ama, el que hace grandes a los demás porque los ama. Todos estamos llamados a vivir la caridad. Al escéptico le parece ingenuidad, al realista un sueño imposible, al calculador una pérdida, al justo un exceso. Sólo la caridad, el amor, cambia el corazón de los hombres y realiza hoy el misterio de la voluntad de Dios, que nos quiere alegres y desea llevar nuestra vida a la plenitud. Y la caridad no tendrá fin.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.