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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 20 de marzo

Homilía

"Jesús marchaba por delante subiendo a Jerusalén" (Lc 19, 28). Esta frase evangélica que abre la narración de la entrada de Jesús en Jerusalén resume bien nuestro camino cuaresmal, pero también el de la vida. La semana que viene se llama santa con motivo del recuerdo de aquellos días en los que se ha visto el mayor amor hacia los hombres. Es sabio, aunque estemos inmersos en nuestros problemas, dejarnos implicar en los dramáticos sentimientos que marcan los últimos días de Jesús. Son sentimientos que no encontramos en nosotros, sólo podemos recibirlos. Por ello estos días son una gracia que no debemos perder: nuestros ojos podrán contemplar hasta qué punto el Señor nos ha amado.
El Domingo de Ramos, que abre esta grande y santa Semana, está marcado al mismo tiempo por la entrada de Jesús en Jerusalén y por la narración de su pasión y muerte. La Liturgia, reuniendo en una única celebración estos dos acontecimientos temporalmente distintos, parece querer eliminar de nuestra mente cualquier malentendido acerca del triunfo de Jesús: entra como un rey, pero es un rey distinto a los de este mundo. Reina desde un trono que no es como el de los palacios; no vence con los ejércitos o con las alianzas, y tampoco se afirma con un numeroso y fuerte grupo de presión. Jesús mismo deshace este equívoco surgido entre los discípulos justo la tarde del Jueves Santo. Replegados sobre ellos mismos, y por ello insensibles al drama que estaba viviendo Jesús, se pusieron a discutir quién entre ellos era el más grande. Con una infinita paciencia, Jesús les dijo: "Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar bienhechores pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve".
No eran sólo palabras de consuelo, al cabo de pocas horas Jesús llevó hasta sus extremas consecuencias, con su propio cuerpo, estas palabras. Por otra parte la historia de la pasión es muy sencilla: había un hombre bueno que hablaba del Evangelio, tanto en la pobre Galilea de mala reputación como en la capital, Jerusalén, y muchos acudían a escucharle. En un momento dado los poderosos decidieron que había hablado demasiado y que mucha gente le escuchaba. Tomaron la decisión de hacerle callar: encontraron a un amigo suyo que les indicó con exactitud el lugar donde se retiraba habitualmente, un huerto a las puertas de Jerusalén. Aquella tarde estaba allí con los suyos, lo tomaron y lo llevaron ante las supremas autoridades: Pilatos, el representante del mayor imperio del mundo, y Herodes, el rey astuto. Pero ninguno de los dos quiso responsabilizarse de aquel hombre. La multitud, que sólo cinco días antes había gritado "hosanna", se puso a gritar "crucifícale, crucifícale", y Pilatos no supo resistir. Ese hombre, después de haber sido vestido con vestimentas de rey por burla, fue torturado, abofeteado, coronado con espinas. Luego fue conducido fuera de la ciudad (también para nacer tuvo que encontrar un establo fuera de Belén) hacia una pequeña colina denominada Gólgota, donde lo clavaron en una cruz junto con dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda. En aquella cruz murió ese hombre bueno. Se llamaba Jesús y era de Nazaret.
No hace falta mucho para ver que aquella muerte fue injusta. La muerte, por otra parte, nunca es justa, ni siquiera después de los más terribles crímenes, pero es fácil decir que la muerte de aquel hombre fue realmente injusta. No había hecho nada malo, es más, "todo lo ha hecho bien" (Mc 7, 37), dijo la gente en una ocasión. Quien escucha la narración de esta muerte con un poco de corazón se conmueve y se indigna: aquel hombre bueno debió sufrir mucho y morir en la cruz sólo porque había hablado del Evangelio y había dicho que era el Hijo de Dios. Al terminar la lectura de la "Passio", cada uno de nosotros siente aflicción y pesar, y tiene la tentación de decir: "yo no lo habría hecho"; o de justificarse: "no soy Pilatos, no soy Herodes, ni siquiera soy Judas..."; se puede incluso confesar la propia impotencia ante la vileza de Pilatos y la crueldad de los sumos sacerdotes. Pero también está Pedro: no es el peor de los discípulos, y si no es el mejor es sin duda el más importante, es el discípulo al que Jesús confió la mayor responsabilidad. Pedro tiene una gran idea de sí mismo, es orgulloso, incluso quisquilloso, se ofende cuando Jesús le dice que lo traicionará: "Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte", responde. Pero basta una mujer para echar todo por tierra. El encuentro con la mirada de Jesús le turbó profundamente: "El Señor se volvió y vio a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor" (Lc 22, 62). Nosotros los cristianos no somos héroes, somos como todo el mundo, pero si nuestros ojos se cruzan con los ojos de ese hombre que va a morir, también nosotros recordaremos las palabras del Señor y seremos liberados de nuestros miedos. Es la gracia de esta semana: poder estar junto a aquel hombre que sufre y que muere para poder cruzar su mirada con la nuestra.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.