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Memoria del genocidio de 1994 en Ruanda. Leer más

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Jueves 7 de abril

Memoria del genocidio de 1994 en Ruanda.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 5,27-33

Les trajeron, pues, y les presentaron en el Sanedrín. El Sumo Sacerdote les interrogó y les dijo: «Os prohibimos severamente enseñar en ese nombre, y sin embargo vosotros habéis llenado Jerusalén con vuestra doctrina y queréis hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre.» Pedro y los apóstoles contestaron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole de un madero. A éste le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen.» Ellos, al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los apóstoles son conducidos de nuevo al Sinedrín ante los sumos sacerdotes del pueblo. Esta vez son llevados al tribunal no solo Pedro y Juan sino todos los apóstoles. La Iglesia entera es acusada. La reprensión se resume en la desobediencia al orden emanado de los sumos sacerdotes del pueblo de no predicar más el Evangelio: "Os prohibimos severamente enseñar en ese nombre". El sacerdote, que quizá por algún temor no pronuncia ni siquiera el nombre de Jesús, quiere no obstante impedir el camino de crecimiento de aquella comunidad. En efecto, aumentaba el aprecio de la gente por aquel nuevo grupo de creyentes y formaban parte del mismo en gran medida. La respuesta de los apóstoles a la acusación del Sinedrín es unánime y compacta. Lucas lo subraya: "Pedro y los apóstoles" responden conjuntamente y esta vez Pedro no somete al juicio del Sinedrín el problema de si es justo obedecer a los hombres antes que a Dios, pero con gran limpieza y sin titubear dice: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres". Podríamos decir que es la comunidad cristiana al completo la que se expresa de aquella forma ante el sanedrín. En efecto, en la comunidad cristiana es el Espíritu quien guía y autoriza la comunicación del Evangelio a la ciudad entera. Las palabras que Pedro pronuncia, y con él todos los apóstoles, son el resumen del misterio de la salvación que Jesús ha traído a todos los hombres. En este pasaje, se subraya la exaltación de Jesús a la diestra de Dios y por tanto el poder salvífico que él ya ejerce por todos, sin excluir a nadie; y de este misterio de la salvación que ha llegado a la tierra, ellos, los apóstoles, son testigos a causa del Espíritu Santo que ha sido derramado en sus corazones. A diferencia de los apóstoles, que obran con franqueza y fortaleza de ánimo porque son inspirados por el Espíritu, los miembros del Sanedrín, movidos por la envidia por todo lo que sucede ante sus ojos, reaccionan de forma descomedida: "se consumían de rabia y trataban de matarlos". Solo la intervención de Gamaliel, como se narra a continuación, les disuade de este propósito, pero es evidente la imposibilidad de obstaculizar la palabra de Dios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.