ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 14 de abril


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 8,26-40

El Ángel del Señor habló a Felipe diciendo: «Levántate y marcha hacia el mediodía por el camino que baja de Jerusalén a Gaza. Es desierto.» Se levantó y partió. Y he aquí que un etíope eunuco, alto funcionario de Candace, reina de los etíopes, que estaba a cargo de todos sus tesoros, y había venido a adorar en Jerusalén, regresaba sentado en su carro, leyendo al profeta Isaías. El Espíritu dijo a Felipe: «Acércate y ponte junto a ese carro.» Felipe corrió hasta él y le oyó leer al profeta Isaías; y le dijo: «¿Entiendes lo que vas leyendo?» El contestó: «¿Cómo lo puedo entender si nadie me hace de guía?» Y rogó a Felipe que subiese y se sentase con él. El pasaje de la Escritura que iba leyendo era éste: «Fue llevado como una oveja al matadero;
y como cordero, mudo delante del que lo trasquila,
así él no abre la boca. En su humillación le fue negada la justicia;
¿quién podrá contar su descendencia?
Porque su vida fue arrancada de la tierra.» El eunuco preguntó a Felipe: «Te ruego me digas de quién dice esto el profeta: ¿de sí mismo o de otro?» Felipe entonces, partiendo de este texto de la Escritura, se puso a anunciarle la Buena Nueva de Jesús. Siguiendo el camino llegaron a un sitio donde había agua. El eunuco dijo: «Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?» Y mandó detener el carro. Bajaron ambos al agua, Felipe y el eunuco; y lo bautizó, y en saliendo del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe y ya no le vio más el eunuco, que siguió gozoso su camino. Felipe se encontró en Azoto y recorría evangelizando todas las ciudades hasta llegar a Cesarea.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En el camino de Gaza, hacia el sur, tierra hoy habitada por los palestinos, hay un peregrino que desde Jerusalén regresa hacia Etiopía. Este, hombre de confianza de Candace, la reina de Etiopía está en su carro leyendo a Isaías. Felipe, a quien ya hemos encontrado en la lectura de ayer, se le acerca y le pregunta si entiende lo que está leyendo. El etíope responde con sinceridad: "¿Cómo lo puedo entender si nadie me hace de guía?". Es una respuesta sobre la que poner nuestra atención, porque indica cuál es el camino común para llegar a la fe. Nadie puede darse la fe por sí mismo, y nadie puede entender las Sagradas Escrituras sin la ayuda de la comunidad, sin estar, como decía san Agustín, sobre las rodillas de la santa madre Iglesia. El etíope, deseoso de entender lo que estaba leyendo, invita a Felipe a sentarse a su lado para que le "abra" la mente y le ayude en la comprensión del texto. Algo similar les sucede a los dos de Meaux: también ellos, mientras regresaban entristecidos a su aldea, necesitaron la ayuda de un extranjero para entender las Escrituras. Todos necesitamos a alguien que esté a nuestro lado y que nos haga entender el Evangelio. Sí, cada uno de nosotros debe coger en el carro de su vida a alguien que le acompañe, que le ayude a entender las Escrituras , es decir, cómo la Palabra de Dios se aplica en su vida de cada día. Ninguno de nosotros es autosuficiente en la fe. El etíope aceptó la ayuda de Felipe y le escuchó a lo largo de todo el viaje. En cierto momento, el etíope mandó detener el carro y pidió el bautismo. Había entendido el pasaje que leía, pero no de forma abstracta. La comprensión fue profunda, es decir, que el profeta hablaba también por él. Por esto quiso ser "bautizado", para que lo que estaba escrito se realizara también para él. Si sabemos detener el carro de nuestra vida y nos hacemos ayudar para "entrar" en las páginas del Evangelio, sentiremos también nosotros la fuerza para retomar con mayor vigor y con mayor claridad nuestro camino. Por esto tenemos que dejarnos guiar cada día por la Palabra de Dios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.